(10) Cara M: Lágrimas como puños

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El pelo rubio se le pegaba al casco por la humedad. La cara, prieta contra el casco. Las almohadillas cómodas pero llenas de sudor, y el pelo parecía una mata de pelusa pegada que le daba cosquillas por toda la cabeza. Así, comprimido dentro del casco, Miguel salía de la ciudad otra vez encima de la moto para la que había pagado tanto dinero.
Bien pensado, con el poco tiempo que tenía para dedicarse a sus cosas, tener una moto que costaba más que el resto de tus cosas era el menor de sus problemas y casi, un capricho dulce.

Pero se recordaba tanto a su padre que casi podía teletransportarse a sus ocho años, montado en una moto de gran cilindrada, agarrado a su padre, acojonado perdido. Así que apretar hasta no distinguir del todo los números en el contador de velocidad solamente era un viaje hasta llegar a su padre. Así de sencillo era. Solamente apretar un poco más hasta que perdiera el control y se saliese en una cuneta. Igual que había hecho su padre, llevándose por delante a su madre. Eso le daba más rabia. Pero tampoco mucho más. Era un gesto suave, indoloro, y a cierta velocidad, el terror anestesia todo el cuerpo, así que no tienes que pensar en la muerte.

De hecho, ahora que lo pensaba bien, el cuerpo entumecido por la lluvia que caía lenta y no excesivamente pesada y casi pudiendo atravesar la carretera, le recordaba aquel momento de la moto de su padre casi como si no hubiese pasado el tiempo. Un día lluvioso en que le ofreció ir a pasear por un camino. Y después de vestirlo con ropa de montaña, porque era la época, porque iban a ir, y salir unos metros andando, su padre le enseñó lo que se había comprado.

Hacía tiempo que Miki no se creía los secretos que su padre le hacía prometer para ellos solos, pero era un secreto que se había prometido consigo mismo. Y se fiaba de su intuición. Por eso, cuando le enseñó la moto, Miki supo que aquello no dudaría mucho. Y decidió aprovechar aquello lo máximo posible. Ahora, pensado con perspectiva se daba cuenta de que era de los pocos recuerdos felices que guardaba con su padre. Empezó a apretar el ritmo, mientras corría por aquel tramo de la nacional que no tenía radares.

Por eso no le preguntó a su padre de dónde había sacado el dinero para comprarla, ni a dónde lo llevaba. Solamente pensaba que era una moto preciosa y que iba a montar con su padre. Por el tramo sin radares. Había visto los vídeos de las competiciones y sabía que no se podía competir con esta, pero le daban tanta envidia aquellos tíos que se pegaban con la moto que quería volcarse así cuando tuviera una.

La lluvia era tan pesada, en sus recuerdos, que conforme fue apretando sobre su cuerpo le pareció una gran cascada que corría por su cuerpo. La chaqueta escupía la lluvia, pero no el peso. Y el peso era tan grande que pensaba, que en cualquier momento podría hacer como esos motoristas profesionales y pegarse al suelo. Pegarse de verdad.

Cerró los ojos y los abrió mientras miraba a la carretera. Su padre tenía una moto preciosa pero no tenía dinero para la gasolina. Así que se quedaron tirados en aquella gasolinera donde casi tienen un accidente. Solo un tonto derrape, su padre queriendo demostrarle a su hijo que tenía dinero para ser como los demás. No tenía que demostrarle nada. Estúpido.
Se moría de frío en aquel recuerdo. Calado hasta los huesos, empezó a llorar en la puerta de la gasolinera porque rozó el suelo demasiado, y el cortavientos no estaba pensado para rozar el asfalto caliente, que se comió la tela con ansia, y parte de su piel haciéndole una quemadura que le escocía. Él no pudo evitarlo, no pudo evitar echarse a llorar en ese momento.

"Tenía ocho años" - se dijo. "Confiaba en mi padre aunque sabía que era un mentiroso. Y yo tenía que hacer los deberes porque mi madre me iba a echar la bronca".

Los ojos empapados en lágrimas. Su padre le dio un bofetón porque estaba nervioso. La moto no tenía gasolina y el niño tiene una quemadura. Y está lloviendo. No paraba de decir eso entre dientes. Como todas las cosas que odiaba. Como a él en ese momento. Y de repente se acordó del llavero. Del puto llavero. Un llavero metálico, tonto, de cierre de mosquetón. Tenía el dibujo de una montañita y el logo de Cepsa. El tipo le dio el llavero y le dejó coger una bolsa de golosinas mientras buscaba el botiquín.

A Miguel no le daba miedo la sangre, le daba miedo su padre, haberse caído, le daba miedo lo que pensara su madre cuando los viera. Pensaba contárselo, porque quería decirle que no confiaba en nadie. Que la culpa era de los dos. También le gustaba que se enfadaran. Le parecía divertido y le daba más tiempo para estar en la calle. Sabía que se iban a enfadar. Por el accidente. Por la lluvia.

La lluvia eran las lágrimas de todos. La lluvia eran canicas. La lluvia era su padre dando puñetazos.

No recordaba nunca qué pasaba después. Solamente recordaba al tipo de la gasolinera. Tendría unos años menos que su padre, aunque parecía más chupado. El pelo rubio, corto, le caía un poco por debajo de la gorra, como si llevase un tupé aplastado. Y unos ojos azules como el lago que aparecía debajo de la montaña del llavero. O cómo se imaginaba esas líneas haciendo zig-zag debajo de la montaña. Ahora el llavero pendía del contacto de su moto.

Miki frenó a la altura de la gasolinera. Ahora solamente quedaba el esqueleto de lo que un momento fue. Y él no había apretado el gatillo. Una parte de él pensaba que eso significaba, al menos por un momento, que era mejor que su padre. Cerró el contacto de la moto y allí sentado, se quitó el casco de la moto. La cara, húmeda del sudor y las lágrimas. La lluvia empezó a mezclar todo aquello y a llevárselo.

Se llevó un pitillo a la boca y se lo encendió dentro de la chaqueta.

Y allí, en las ruinas del único recuerdo con su padre, estuvo llorando toda la tarde, hasta que amainó y dio media vuelta, hacia casa.

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