Minicapítulo 6

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La intensa claridad del patio hace que me duelan los ojos y los cierro casi por instinto. ¡Qué molesto! Justo cuando empezaba a acostumbrarme a la penumbra de los pasillos.

El guardia cierra la reja detrás de mí, indicándome con señas que busque algo en qué emplear mi hora de "libertad" en el patio de esparcimiento. Ridículo. Si hasta el aire huele a encierro en ese inmundo sitio y, a cada segundo que pasa, se incrementa en mí esta sensación de repugnancia por los que me rodean.

Las manos me escuecen de llevar por tanto tiempo las esposas. Intento aflojarlas y descubro que ya no están.

«¿En qué momento me las quitaron que no me di cuenta?», me pregunto.

Sin darme tiempo a encontrar la respuesta, un anciano desdentado me interpela:

—¿Qué ha hecho un zeñoritingo como tú para terminar en un zitio como ezte? —Su ceceo me molesta, es como si nunca hubiera aprendido a hablar como se debe.

Lo ignoro deliberadamente y me dirijo a un lugar en busca de sombra, tarea difícil a esta hora del día, donde el sol se ubica justo encima de nosotros. Casi puedo sentir cómo su lengua de fuego acaricia mi despoblada cabeza.

—¿Acazo erez zordo? —Su voz se eleva y percibo las miradas de los otros reclusos posándose sobre mí, acusadoras.

Algo punzante me golpea en la sien cuando me volteo hacia el viejo, con intención de contestarle, y un espeso líquido me nubla la vista. Solo escucho un murmullo apagado, que se va volviendo menos audible a medida que el dolor se acentúa. Unas manos, frías y ásperas como el invierno, me ayudan a incorporarme.

Otra vez me tiemblan las rodillas y, antes de darme cuenta, he perdido por completo el sentido.

El insomne © (En Edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora