Capítulo 3. En los errores del hombre están los castigos del cielo

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La loquera era su titiritero, no razonaba una explicación más lógica ni menos austera que la nitidez abandonando su mente.

«Ven conmigo»

Se estremeció.

La voz indicaba todo lo referido a real, no el producto de la fraccionada mentalidad de un loco. Aunque eso, probablemente, pensaría alguien sin los tornillos en su lugar.

Dirigió la vista disimulada a los lados. Los invitados a la mano, de apariencia Novos por las paenulas tradicionales, hablaban a gusto entre ellos, luciendo ajenos a las voz omnipresente; significaba que sólo él era consciente de ella. Lo imposibilitaba de pedir ayuda o consejo a menos que quisiera iniciar rumores de "el primer príncipe con desfachatez".

No.

Se negaba a pensar que alguien más lo iba a manejar a su antojo. Fuera lo que fuera se metió con el príncipe equivocado.

Liberó su mente como lo haría en sus concluidas sesiones espirituales y lo mentalizó: pie derecho primero.

Lo hizo. Sorpresivamente, su extremidad se movió bajo su orden. Así, el izquierdo consiguió darle el apoyo de alivio necesitado. Entonces el muchacho armó el paso habitual; a decir verdad, no debió dar cabida a consideración sobre un ser imaginario dueño de su control. Seguro era psicológico.

Hace algunas semanas había leído casos de las Metrópolis Norte, donde los chamanes Aurim comenzaron a alucinar con los dioses de las sesiones espirituales por sobrecarga de trabajo. Tal vez no fuera chamán ni dirigía guías con espíritus pero estaba cansado de pensar en ese sueño. Además, prefería atribuir su alucinación a la labor de príncipe que aceptar que la pesadilla estaba obrando fuera de los confines de su estado anímico.

Por ende, decidió optar por la mejor solución: ignorar.

—¡Ven lo que les digo! —exclamó uno del grupo Novos cercano—, la mano de obra Cratis se ha vuelto carísima y una basura, el otro día una de ellos me cobró cien corbs por la instalación del columpio en mi árbol, según que requería permiso Vilentum. Un robo fenomenal.

Se acercó a paso lento.

—Al menos no tuviste que lidiar con un Madegu —comentó una mujer alta y hermosa, acicalando su estilizado peinado—, mi sobrina se enfermó así que tuvimos que llamar al Hospital Tribal, ¿saben que dijeron!: no es grave. ¡Nos ignoraron! Esperamos dos días para recibir la atención de esos míseros matasanos. Y sólo supieron recetar unas píldoras corrientes.

«Sígueme , Felipe»

—¿Qué tal la están pasando?

El príncipe se abalanzó al círculo intentando cubrir los pensamientos con las indignaciones. Sonrió mostrando los dientes y el cúmulo de habladores se inclinaron, más sorprendidos que honrados.

—Alteza, que honor nos hace verlo ─dijo uno sin levantarse hasta que él lo indicó. Al menos reconocían el estatus.

─¿Les está gustando la fiesta?

Los asentimientos sobrepasaron lo necesario pero no le importaba mientras cubriera la no existencia de una voz imaginaria.

«Estoy aquí»

Aunque la susodicha no tuviera la misma intención.

─Me encanta la decoración, simplemente fascinante, ¿de dónde sacaron las flores? ─expresó la misma mujer de la queja en medio de una inmensa sonrisa—. Debería felicitar a los organizadores.

─Las exportaron desde la Metrópolis dos, de los campo Vilentum de la zona.

No prestó más atención. Dirigía su cuerpo a la parte del jardín que no era de la fiesta contra toda la voluntad transferida a sus pies.

Ladrones de coronasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora