Cuestión de ser

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1998

Luisi llevaba toda la mañana ociosa, sin saber qué más hacer. Había doblado la ropa que puso a tender a primera hora, había hecho dos coladas más, había terminado la ardua tarea de recoger la habitación de Rubén y ordenarla, e incluso le había sacado brillo a la colección de bolas de nieve que Eva compilaba. Baños, cocina, salón...todo estaba impoluto, casi como si allí no vivieran dos niños en plena preadolescencia. Miró el salón con cierto orgullo; la casa no lucía así desde que se mudasen. Acto seguido, suspiró con un deje de frustración; sabía que nada de lo que había hecho duraría y que en cuanto llegaran todo volvería a estar manga por hombro. Pero ¿qué más iba a hacer? No podía prohibirles a los niños ser niños. Ahora, más que nunca, Luisi entendía a su madre y sus regañinas. Casi que podía escuchar a Manolita gritando desde el pasillo "¡¡Luisita, los zapatos con barro se dejan en la entrada!!". Sonrió imperceptiblemente. Fuera estaba cayendo un suave chirimiri que de buen seguro dejaría las deportivas hechas un desastre. Se preparó mentalmente para quedarse en la puerta pidiendo los zapatos a todos quienes entrasen ese día a casa.

- ¿Diga? – intentó descolgar en cuanto el móvil hizo el primer tono. Aún no se había acostumbrado del todo a aquel aparato del demonio, demasiado grande para tenerlo en un bolsillo y del que se olvidaba ponerlo a cargar. El aparato siguió sonando de manera estridente - ¿hola? – pulsó varios botones hasta que atinó con el verde. Se le olvidaba que el verde era la clave - ¿hoooola?

- -¡Luisita! ¿Dónde tenías metido el móvil? –la voz de Amelia sonaba metálica, como metida en una lata. Dijo algo más, pero no la entendió porque se entrecortaba.

- Amelia, cariño, creo que no tienes cobertura. Deja de boverte – comenzaba la conversación de besugos entre las dos. A base de no entenderse habían llegado a la conclusión de que debían estarse quietas si querían oírse.

- ¿Ahora? -Luisita le dijo que sí – perdona, pero es que en la academia la cobertura es un desastre. Quizá escuches un poco de ruido de fuera, me he tenido que salir a la puerta. ¿Cómo estás? ¿Te has tomado lo que te dejé en la mesilla?

- Estoy bejor, ya no tengo fiebre -dijo con jovialidad- y sí, me he tomado tanto el antibiótico como lo otro.

- ¿Seguro? -Amelia no sonaba muy convencida. No la podía culpar, odiaba tomar medicamentos y siempre que podía se escaqueaba de hacerlo. Por suerte o por desgracia, su chica era peor que su madre en ese aspecto y revisaba los blísteres y las cajas para quedarse tranquila.

- Segurísimo. Buedes contar hasta las pastillas que quedan.

- Vale, confío en ti. Y dime, ¿sigues en cama como te dije?

- Buero, bás o benos – ojalá supiera cómo mentirle.

- ¿Más o menos, Luisita? Dime, ¿qué has hecho? Que nos conocemos. ¿No estarás en la librería? -su voz sonó ligeramente enfadada.

- ¡Benos lobos, Caperucita! Que estoy en casa, te lo probeto. Es solo que me aburría y le he dado un limpiadito. Está todo de revista, Amelia, ni yo me lo creo.

- Ay, cariño, ¿por qué no me has esperado? Deberías descansar...

- Boque, Amelia, llevo tres días encerrada en casa, be buero por salir de estas cuatro paredes y hoy que estoy bien me sobra energía -aspiró un poco; la nariz congestionada apenas la dejaba hablar. - Además, tengo que aprovechar que los niños no están en casa.

- Bueno, vale -no sonó muy convencida- pero ahora toca tumbarse un ratito. Ya sabes que los resfriados son muy traicioneros.

- Sí, doctora Ledesma -contestó con sorna.

PalimpsestoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora