VIII. Tormenta

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Resumen: Cuando Dorothea le dijo que Ferdinand había comprado un anillo a Hubert se le vino el mundo encima.

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Como si el día no fuera ya de por si lo suficiente malo el clima además tenía que acompañarlo. Hubert miró por la ventana con expresión sombría la lluvia que caía sin cesar. Era un contraste curioso con el buen día que les había recibido aquella mañana. Todo había ido empeorando, sin embargo, a medida que las horas pasaban hasta ese momento de la tarde. En realidad, el clima había estado sorprendentemente clemente después del final de la guerra. Una semana después, era normal que volviera a las habituales lluvias de aquella época del año.

Debería estar feliz. Con aquellos que se ocultaban en la oscuridad muertos al igual que Rhea nadie debería poder oponerse a las reformas que su emperatriz iba a aplicar en Fódlan. El camino que se abría ante ellos era brillante. Pasada la euforia de los primeros días, de hecho, Dorothea había propuesto celebrar una fiesta para despedirse del lugar y de la batalla. Ya habría tiempo de organizar fiestas y desfiles en la capital imperial. Aquel día sería solo para aquellos que habían arriesgado sus vidas directamente.

O algo como eso había dicho.

A Hubert no le importaba demasiado. Su majestad había estado de acuerdo pero solo porque cuando regresaran a Enbarr planeaba encerrarse a trabajar y no hablar de celebraciones en mínimo medio año. Hubert la apoyaba, aunque la habría apoyado quisiera lo que quisiera pues él podía ocuparse perfectamente de cualquier trabajo que su señora quisiera delegar en él. Byleth los había sermoneado como solo el profesor sabía hacer. Casi había convencido a la emperatriz de dar su brazo a torcer.

Casi.

Aunque estaba seguro de que camino a Enbarr intentaría hacerla cambiar de opinión.

No intervendría. Hubert había entendido hacía mucho tiempo que la relación de su majestad y el profesor era algo en lo que era mejor no entrometerse. Además, su emperatriz disfrutaba de manera desmedida de la atención que el otro hombre le dedicaba y él como buen vasallo respetaba los sentimientos de su majestad.

Además, para su desgracia y su asombro él tenía sus propios problemas sentimentales.

La pequeña caja en su chaqueta de repente se sentía tan pesada como si estuviera hecha de plomo. Él ya había asumido el rechazo cuando la compró y ahora ni siquiera se atrevía a dársela al otro hombre.

Todo por culpa de Dorothea.

Para empezar, había sido un impulso estúpido comprar el anillo. Había ido al mercado buscando algunos granos de café para el camino a Enbarr cuando lo había visto. Un nuevo mercader itinerante pero surtido de varias joyas de todo tipo. Por supuesto, no se había acercado a él hasta que se había quedado solo y había sido una cuestión pragmática. Solo quería averiguar quién era, de donde venía y si por algún casual era un espía de algún resquicio de las sombras.

Cuando se había quedado satisfecho tras sus averiguaciones y estaba por irse, lo vio.

Un anillo dorado con un centro de ámbar. La combinación era, sin duda alguna, de un excesivo monocolor y, sin embargo, fue lo suficientemente estúpido como para comprarlo y marcharse de allí como alma que llevaba el diablo. Se preguntó a sí mismo que estúpido impulso le había dado mas él conocía ya de antemano la respuesta. Sabía perfectamente el motivo. La piedra preciosa en su chaqueta palidecía en hermosura con la causa de sus desvelos. Cualquiera de los anillos expuestos lo hacía.

Durante aquella mañana había tenido multitud de ocasiones de entregar la joya, de hecho y, sin embargo, no se había atrevido. A la hora de la comida, como un pájaro de mal agüero el profesor le había invitado a comer junto a Dorothea. Una combinación inusual. Byleth siempre solía arrastrarlo junto a Ferdinand y tenía comprobado que sentía predilección por invitar a Petra cuando llamaba a Dorothea. Era raro (aunque no nuevo) que los llamase a ellos dos a comer con él.

The Goodbye of the GoddessWhere stories live. Discover now