Capítulo décimo: Un ángel entre los demonios

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Habían pasado eones desde que Mithantro fuera exiliado al primer subcírculo, un mal necesario para hacer prevalecer la armonía y el bienestar de los dominios del todo. Y desde entonces, la labor de aquel, amo y señor de todos los demonios, dueño absoluto de los cuerpos miserables y de la suerte de los hombres y mujeres malditos, ha sido siempre la misma, aquella rutina inquebrantable ha sido estable desde el principio y se espera que lo sea hasta el fin. En todo este tiempo, Mithantro jamás ha sentido rechazo hacia las labores que le fueron asignadas, pues éstas le generan placer, un placer que es eterno, él no es un subordinado de la comunión del todo, él es un renegado cuyo talento se encuentra en llevar a cabo lo que más le satisface y lo seguiría haciendo incluso si no fuese su obligación, es más, sería capaz de revelarse ante la comunión del todo y encararla con tal de seguir haciendo aquello que tanto le place si algún día lo retirasen del cargo, pero eso no es ni será posible, el todo en realidad no tiene control sobre él ni es su jefe, Mithantro sólo obedece las reglas que él mismo impuso y maneja sus asuntos a su propio modo, decir que el todo tiene inmiscusión sobre el terrible Mithantro sería simplemente ser políticamente correctos. En sus dominios, la palabra de aquellos todopoderosos vale incluso menos de lo que valdría la de seres como Kaylen o Sáreth, que se encuentran en lo más hondo de la jerarquía.

A pesar de todo esto, existe respeto entre las partes que conforman todo lo existente, una relación cordial con la cual todos siempre salen ganando, a nadie le convendría resquebrajar la superflua paz que ha perdurado entre los círculos y subcírculos, situación que, en ocasiones, se presta para la omisión en la violación de las leyes existenciales, que son aquellas que regulan a todo lo que existe para así lograr un equilibrio perfecto entre la armonía y el caos.

Pero incluso con la autonomía total de cada una de las partes, en ocasiones los límites de autoridad se muestran difusos y aquellos que parecían paralelos, se convierten en secantes.

Las puertas de los imponentes aposentos de Mithantro se abren de par en par de manera repentina pero suave y en el umbral, una enorme silueta que irradia luz desde su interior aparece, resguardada por cuatro seres de aproximadamente cinco metros de altura que no son ni la mitad de la envergadura de aquel ser destellante; poco más atrás, otros cuatro seres se aproximan, cargando a pares un par de bultos envueltos en manta de tonalidad café oscuro. Todos ellos se trasladan sobre la alfombra principal de la habitación del terrible dios del infierno quien, se encontraba hasta ese momento, pariendo seres malditos entre orgasmos y blasfemias.

―¿Con qué derecho hozas perpetrar en mis dominios? No son bienvenidos. ―dijo Mithantro con una voz firme que retumbó por las paredes no sólo de la habitación sino de la totalidad del recinto, dejando de lado su ardua y placentera labor e incorporándose con un semblante casi heroico.

―Vengo porque así es requerido por la voluntad que está más allá de la suya o la mía y sin darle la opción a rechazar lo que está desde ya establecido. ―replicó el ser brillante.

―¡Bah!, ¡Blasfemias!, No existe voluntad sobre la mía y menos dentro de mis dominios, no tengo porqué hacer caso de cualquiera que sea su diligencia.

―Si algo me ha traído hasta sus... deplorables dominios, por primera vez desde que éstos e incluso usted han sido creados, se debe a que esta situación escapa de nuestras leyes, de nuestras jerarquías e incluso de nuestros dominios, por lo cual, el trabajo en conjunto del todo con la nada es inapelable.

―¡Ja!, como si algo así me importara, pero admito que la curiosidad me invade, así que, sólo para saciarla, le ordeno que hable sin más dilación. ―pronunció Mithantro queriendo recalcar que él es quien se encuentra al mando y las cosas sólo se pueden ejecutar bajo su orden.

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