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Gina tenía la nariz pegada al frío cristal, dejando empañado con vaho a cada respiración que daba. Lo deshacía con la mano cada varios segundos, pues nublaba su vista. Contemplaba con aburrimiento el exterior, una interminable imagen que corría a toda velocidad, mostrando una danza de numerosos colores otoñales y maravillosos paisajes. El cielo estaba nublado, indicando una futura lluvia que ya casi se cernía sobre ellos. Sus ojos lograban captar el movimiento de las hojas de tonos acordes a la estación. Caían, transportadas por la fría brisa que su piel no sentía a través del cristal. Se sacudían, volaban, se elevaban, como si burlándose de la joven por la libertad de la que ella no gozaba. Iban de un lado a otro, flotando suavemente hasta caer, siguiendo la hermosa melodía que susurraban los árboles sacudidos por el viento.

Un libro reposaba sobre su falda, abandonado allí hacía ya largo rato. Ante el aburrimiento, Gina había intentado leer un poco, completamente en vano. Le era difícil en vehículos; las palabras se cruzaban y sacudían, y al cabo de un rato las náuseas se tornaban insoportables. Otra razón por la que no le gustaban los largos viajes. Evidentemente no podría terminar de leer aquella novela hasta que no llegara a su nuevo hogar.

A su lado, su hermano menor conversaba animadamente con el chofer, preguntando todo cuanto podía sobre el nuevo lugar al que se dirigían. A sus doce años era un niño curioso y energético, acribillando de preguntas a cualquiera que se le cruzara y pudiese responder lo que el chico deseaba saber. Normalmente, la joven lo encontraría tierno, pero en ese momento a Gina no pudo más que molestarle, pues no podía comprender cómo hacía JC para tomarse tan bien la mudanza cuando ella era incapaz de quitarse de la cabeza los pensamientos oscuros y negativos que la abrumaban desde el principio de esa pesadilla.

Estaba dolida y confundida, pero lo que más sorprendía a todos, era que se veía increíblemente molesta. Hacía dos días el oficial Berger había acudido a su casa en la mañana, anunciando que Evie, la madre de ambos, había muerto en un accidente de tránsito. El hombre había dado sus condolencias a los hermanos, e informó que estarían a cargo de las autoridades hasta que pudieran contactar a su padre, Adam Montier. Su guardián, según la ley. Gina había decidido no protestar, pues sabía que no había nadie más; sus abuelos habían muerto hacía un largo tiempo y su madre no había tenido hermanos, más que unas cuantas amigas.

Durante la primera noche, a pesar de sus vanos intentos de evitarlo, lloró. Lloró por aquello que terminó por pasar. Se habían tenido que mudar lejos de donde habían crecido. Lejos de donde su madre había muerto, donde la habían dejado. Por ello estaba molesta con su hermano; parecía haber olvidado todo y demasiado rápido. La joven no podía dejar de pensar en ella, extrañando todos y cada uno de los detalles de Evie. Sus abrazos, sus consejos, inclusive cuando era más niña y Gina estaba enojada con Adam por haberse ido, su madre siempre intentaba apaciguarla, alegando que él debía irse, que no era que los quisiera menos sino un deber. Pero su hija nunca le creyó.

En su cabeza, aquél hombre no merecía que ella lo llamara padre, pues aunque con los años el odio se había mitigado, el dolor que le había ocasionado seguía latente; el dolor de no solo su ausencia sino también su abandono. Y, ante la perspectiva de lo que estaba por venir, molesta era poco decir. No podía creer que su padre, quien los había abandonado hacía casi siete años, fuese a ser su guardián. Entraría nuevamente a su vida, cuando lo que Gina menos quería era ver a aquél hombre, pues había enterrado sus lágrimas y recuerdos hacía mucho tiempo y la estaban obligando a revivirlos de manera injusta y dolorosa, en su peor momento.

Miró a JC nuevamente, los ojos del niño brillando a cada respuesta que el chofer le brindaba. Gina lo quería; apenas lo miraba y toda la compasión la embargaba, apaciguando su enojo y su problema personal con ver a su padre. Ella sabía que no era culpa de JC querer ver a Adam, y que su enojo era irracional, sin embargo era inevitable que ella se sintiera de esa manera al verlo tan emocionado cuando ella era tan miserable en esos momentos.

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