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Gina, con el dinero que Edlen le había dado, consiguió rentar una habitación en una posada: La Vida Feliz. No era mucho, pero era suficiente. Una cama, un baúl y un tocador, así como una chimenea, privilegio de estar en el segundo piso. Era cómoda y lo bastante buena para vivir hasta que consiguiera un nuevo hogar.

Mientras tanto, siguió trabajando y aprendiendo con Leret. Con el tiempo, la mujer había llegado a considerar que Gina estaba lo suficientemente preparada para llevar adelante la tienda sin supervisión. Tenían distintos turnos, lo que les daba más tiempo para mantener la botica funcionando durante el día y así aumentar sus ingresos sin agotarse tanto, y tiempo para descansar.

Los turnos también le permitían a Gina estudiar más. Leret solía dejarle libros de alquimia y de ingredientes naturales para que leyera, habiéndose enterado la afición de Gina por la lectura. Esta los aceptaba gustosamente, y en su tiempo libre, los estudiaba. Sentía que cada vez que volvía a su turno en la botica, podía ayudar a sus clientes de nuevas maneras. Leret, por su parte, se mostraba orgullosa. Poco a poco, Gina se había vuelto su aprendiz. Pasaban tiempo juntas en la tarde, y practicaban casi todos los días, reforzando lo que Gina había aprendido.

Sin embargo, la excitación del momento y la emoción por descubrir cosas nuevas de ese mundo, el cual había parecido tan hostil en un principio, desaparecieron con el tiempo. Más específicamente, tras el cuarto día en el transcurso de la cuarta semana desde que había llegado al pueblo.

Casi terminaba su turno de la mañana y un cliente acababa de irse cuando Gina sintió curiosidad por la puerta detrás de ella. Leret solía mantenerla cerrada, y Gina no había visto nada de lo que ocultaba tras la cerradura color bronce. Se apoyó sobre el mostrador de espaldas, pensando, y contempló la puerta en cuestión. Con curiosidad escaneaba la madera. Sus ojos iban a la entrada de la botica y de vuelta, temiendo que otro cliente entrara. Pero no; era ya el mediodía, y a esa hora, jamás llegaba nadie con necesidad de un ingrediente de alquimia. Pocos habían sido los casos de gente entrando a tal hora, y la mitad había sido por error.

Gina centró su vista en la puerta con determinación.

Se acercó a una de las varias bibliotecas repletas de volúmenes que tenían en la botica y buscó un libro en especial. Uno pequeño, el cual no llamaba mucho la atención. Aún así no le fue difícil encontrarlo, pues en varias ocasiones había visto a Leret echar miradas nerviosas a ese libro y, a veces, cuando pensaba que Gina no miraba, la joven se aproximaba, cerciorándose de que seguía allí. Sabía que Leret mantenía allí oculta la llave. Abrió el libro con cuidado, y como sospechaba, había un hueco entre las páginas, en el cual reposaba una llave fina y brillante. Con nerviosismo, giró el objeto entre sus manos. "Solo bajo mi supervisión y con clientes especiales," le había dicho Leret sobre la habitación cuando Gina había preguntado. Claramente, la oportunidad no se había presentado todavía, y la pelirroja no pudo evitar cuestionarse a sí misma si era solo una excusa o realmente pasaría algún día. Pero la curiosidad de Gina era absoluta, palpitando en su pecho y haciendo que la sangre retumbara en sus oídos. La joven no creía que fuera capaz de esperar aún si fuera a llegar el momento eventualmente.

Introdujo la llave en la cerradura y la giró, oyendo un sonido que le indicó el destrabar de la misma. Con el corazón desbocado y echando otra mirada a la entrada de la tienda, se deslizó en su interior.

Lo que encontró no era para nada lo que había esperado.

Quizás habría esperado un depósito, con cajas y cajas de madera, apiladas y repletas de ingredientes, productos y libros o lo que fuera. En cambio, se encontró con una habitación increíblemente pequeña y sorprendentemente vacía, salvo por un escritorio sobre el cual reposaba un espejo que se apoyaba contra la pared. Habían papeles desparramados sobre la superficie de madera, así como una pluma algo anticuada y un tintero ubicados a su lado. Gina se aproximó con incertidumbre y se inclinó sobre el escritorio para leer mejor. La tensión se apoderó de ella, hasta que leyó las primeras palabras.

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