EL MAR Y AMAR

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CAPÍTULO 8.



—Que nos juguemos la vida a bordo de este barco, Candy, en una ocupación que para muchos es poco menos que pillaje, no implica que haya perdido la noción de la justicia. GrandChester es un individuo complejo, es posible que con más facetas de las que hemos descubierto, pero me cae bien, lucha como un demonio y yo admiro a un hombre que se atreve a plantarle cara al enemigo. Además, siente algo por ti. Hube de detenerlo para que no se lanzara contra Lampierre cuando te vio decidida a batirte. Y no me niegues que tú te sientes atraída por él, porque no me lo creería. Lo menos que podemos hacer por él es concederle el beneplácito de la duda.

—No te reconozco, Alex. ¿De verdad me estás pidiendo que escuche a ese hipócrita malnacido? ¿Tanto poder de persuasión tiene que, cuatro palabras con él, han conseguido convencerte? —Candy caminó de un lado a otro del camarote, pero inestable, con cierta presión en el pecho que se acrecentaba a cada segundo. Quería que Alex saliera de allí, que la dejase a solas para echarse a llorar, para desahogarse, para maldecir a Terry hasta quedarse afónica. Le escocían los ojos de retener las lágrimas que no quería derramar por él. Amarlo y odiarlo al mismo tiempo la estaba destrozando.

—Prueba que es un traidor y lo colgaré con mis propias manos.

La promesa de Potter hizo que se le rebelara el alma. Imaginó el cuerpo de Terry pendiendo de una soga con el cuello partido, se le fue el color de las mejillas y hubo de buscar apoyo en el respaldo de la silla. Se masajeó el entrecejo y acabó por asentir. Mentalmente, rezó para que existiera una prueba, una sola prueba que acreditara la inocencia de GrandChester, porque si no la hallaban, por mucho que se hubiera enamorado de él, tendría que matarlo.

Le habían proporcionado un par de cubos de agua para adecentarse, un cuchillo afilado para afeitarse y ropa limpia. Ya era algo. Se aseó lo mejor que pudo, se rasuró y se cambió de ropa, aunque cada movimiento resultaba un suplicio. Al acabar, a pesar del aspecto externo, no se encontró mucho más animado. No se engañaba respecto a su suerte, las cosas se habían puesto muy feas. Y que hubiera de presentarse en el camarote de Candy, no le tranquilizaba en absoluto.

Potter bajó a buscarlo, le echó un vistazo y dijo: —Las manos a la espalda, GrandChester.

—¿ Me creéis tan loco como para saltar por la borda en mar abierto?

—Las manos a la espalda —repitió. Potter ató sus muñecas sin ninguna consideración, como si realmente temiese cualquier artimaña. Luego, le indicó la escalerilla. Era de noche. Durante unos segundos se quedó admirando la bóveda celeste, cuajada de miríadas de estrellas, preguntándose si no sería la última vez que la viese.

La brisa azotó su rostro e inhaló aire con auténtico deleite tras permanecer confinado en las tripas de la nave durante no sabía cuánto tiempo. Caminó despacio porque aún le flaqueaban las piernas, evitando las miradas biliosas de los hombres que montaban guardia. No le preocupaban lo más mínimo. Lo que de verdad le preocupaba era con qué humor le recibiría Candy.

Nada más traspasar el umbral de la puerta del camarote sus ojos se quedaron clavados en su esbelta figura. Calzones ajustados, camisa abullonada y un chaleco oscuro, como siempre.

De espaldas, podría haber pasado por un muchacho, de no ser por la seductora curva de su trasero que le hizo evocar deliciosos momentos pasados a su lado, no demasiado lejanos en el tiempo.

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