EL MAR Y AMAR

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CAPÍTULO 9.

Bajo las impetuosas acometidas de GrandChester, atacando en aspa, Benson fue retrocediendo dejando que se confiase, una estratagema que le había dado sus buenos frutos en anteriores querellas.

Cuando menos lo imaginaba Terrunce realizó un giro inesperado y adelantó su brazo, pero este saltó a tiempo de evitar que el sable se alojara en su pecho y contraatacó pugnando, con más énfasis si cabía, forzando nuevamente el retroceso de su oponente. Tras el intercambio de golpes sin pausa midiendo sus fuerzas en un toma y daca constante, sudorosos y enajenados, se tomaron un breve descanso, mirándose fijamente y girando uno y otro en círculo.

En este punto la batalla por el control de la nave ya se había cerrado y los contendientes apenas tenían conciencia de ser los referentes últimos de la guerra librada y, por tanto, ejes de una expectación máxima.

A Candy el corazón se le encabritaba porque estaba lejos de ver vencedor a Terry, al contrario, se daba cuenta de que él empezaba a parar los embates de su enemigo con menos agilidad. Había una mancha de sangre en la manga de su camisa a pesar de lo cual seguía peleando valerosamente, pero ella tuvo la certeza de que la herida lo estaba debilitando. Dio un paso adelante dispuesta a la intervención, pero la mano de Potter sujetó su brazo impidiéndole interferir.

Candy estaba en lo cierto: GrandChester era víctima de un ligero vahído y la fuerza de su brazo lastimado disminuía a cada segundo que pasaba. Se concentró al límite porque no se iba a dar por vencido, echando mano de cuanto recurso había almacenado a lo largo de horas de múltiples clases de esgrima, experiencia que ahora, como nunca, agradecía a su tutor y, sobre todo, del furor obcecado que gobernaba cada uno de sus movimientos. Una finta ahora, un ataque rápido, una defensa cerrada… A pesar del dolor que se iba adueñando de sus cansados músculos, no se le escapaba que también su enemigo daba síntomas de perder fuelle. Creyó que iba a ganar e involuntariamente se destensó un poco.

Leonard Benson estaba habituado a las riñas sucias. Él no sabía de la esgrima entre caballeros, él se había fogueado en el manejo de las armas en los peores tugurios, había aprendido de los ardides de sujetos deleznables que nada entendían de honor ni de normas, solo que había que vencer o, muy frecuentemente, morir. Simuló que resbalaba sobre cubierta y dejó entrever que relajaba sus defensas.

Terry reaccionó con el hábito galante con que había sido instruido y, en lugar de acabar con él, como hombre cabal que era, se reprimió muy a su pesar, dándole la oportunidad de rehacerse.

Desde la cubierta superior, a Candy se le escapó una exclamación y a Potter una sonora blasfemia.

A su lado, una dama en la que nadie había reparado, ocupados como estaban todos en el fragor del desafío, aferraba una daga enjoyada con tal presión que le blanqueaban los nudillos de los dedos, observando atónita cómo se batía a muerte uno de sus más allegados y estimados nobles.

Una vez que su artimaña hubo surtido efecto, Leonard Benson reaccionó con un ataque traicionero que llevó su sable a impactar vigorosamente en el acero de GrandChester. Parcialmente inerte por la pausa concedida a su adversario, fue privado de su arma, que voló por los aires y se estrelló en cubierta, unos metros más allá.

Terry se hizo cargo de su situación al límite en un segundo. Había cometido el error de esperar de su oponente un comportamiento similar. Ni podía vacilar ni se lo pensó dos veces: se lanzó en picado al suelo, resbaló sobre la cubierta húmeda de agua y sangre y estiró el brazo para recuperar su sable.

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