Día 6. Sobrenatural/Horror

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Todo ocurrió una noche de otoño. Los días comenzaban a hacerse más cortos, y las noches, más largas y más frías. Un silencio sepulcral reinaba en el vacío castillo de Shouto, no había ni siquiera viento que pudiera escucharse, tampoco animales salvajes merodeando en busca de algo que cazar. El jardín que rodeaba el viejo edificio estaba descuidado, y las hojas de los árboles cubrían el suelo como si de una alfombra roja se tratase. Si algo o alguien se acercase al lugar, el crujido de las hojas caídas le delataría al instante. Del mismo modo, si Shouto abriese la boca para hablar, con la vajilla porque no había ningún otro ser viviente por allí, el eco resonaría en cada estancia del castillo. Había vivido de esa forma durante siglos, y aunque la longevidad le había trastornado la percepción del tiempo, estaba seguro de que había permanecido cerca de trescientos años en ese lugar. Quizá durante su primer centenario semejante modo de vida, en soledad y apartado de la civilización, le habría resultado inviable. Después de todo, su clan siempre había defendido la importancia de mezclarse con los mortales para sacar provecho de ellos. Sin embargo, él,  tal y como era ahora, prefería mantenerse alejado de cualquier cosa que pudiera acarrearle problemas. Por ello, no lograba entender cómo su vida cambió tantísimo a raíz de esa maldita y fría noche de otoño, por qué decidió asomarse a la ventana al oír el crujido torpe de las hojas del suelo en vez de ignorarlo hasta que se detuviese, ni qué razón lo motivó a abrirle la puerta al pequeño lobo malherido que había golpeado la madera sin fuerza y olía a sangre y miedo.

Cuando despertó, la tenue luz de una luna menguante se colaba a través de la ventana. Se había asegurado de dejar la cortina echada antes de irse a dormir, así que sabía quién era el culpable. En una ocasión, siendo todavía un niño, Shouto le había confesado que algún día le gustaría abrir los ojos y ver la luna y las estrellas por la ventana, pero que no podía debido a lo fatales que resultaban para él los rayos del sol. Desde entonces, cada vez que se despertaba, alguien había retirado las cortinas, y ese alguien había sido el pequeño lobo, ahora ya no tan pequeño. Al girar un poco la cabeza, en seguida sintió algo suave golpear su rostro. Era su cola, que se movía de izquiera a derecha sin hacer ningún ruido. El licántropo se encontraba sentado al borde de la cama de Shouto, dándole la espalda. Al notarlo acariciar su cola, se dio la vuelta y trató de esbozar una sonrisa sin mucho éxito. El vampiro sí le sonrió, aunque se arrepintió cuando contempló horrorizado que estaba sujetando algo, y que probablemente fuera un animal muerto que le traía a modo de trofeo. De nuevo.

  -Katsuki, dime que eso no es un pájaro muerto.

  -Claro que no, ¿por quién me tomas?

  -Menos mal...

  -Es una cría de jabalí muerta.

  -¡¿Qué?! Katsuki, ya hemos hablado de esto, llevamos veinte años hablando de esto.

  -Deberías saber mejor que yo el poco valor que tienen los años para criaturas como nosotros, señor vampiro -bufó Katsuki-. Además, lo he traído para ti, para que puedas tomarte el desayuno en la cama. ¿Acaso no pienso en todo?

  -Oh, sí, desde luego, debería darte las gracias, mocoso.

  -No me llames mocoso, ya tengo veinticinco años.

  -Sí, en edad de hombre lobo. No eres más que un crío.

  -Serás viejo de mierda. Disculpa por no haber vivido quinientos años.

  -Quinientos trece.

  -¿A quién cojones le importa? ¿Quieres dejar al seco al jabato o no?

Shouto quería decir que no, pero es que le había ahorrado la tarea de ponerse a cazar nada más levantarse, sería de mala educación negarse, ya que se había tomado la molestia.

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