—¿Lo escucha, verdad? —pregunté sonriente, mientras veía la ventana detrás de ella, donde las cortinas tapaban cualquier entrada de luz, u oscuridad.
—¿Escuchar qué? —preguntó con una expresión entre dudosa e irritada, mientras lentamente giraba su rostro hacia la ventana.
—La lluvia. Pronto lloverá —terminé con una sonrisa en mis labios. Dejé de mirar a la ventana y la miré a ella. Su rostro ya viejo no la dejaba apreciar muchas de las cosas que daba la vida; la seriedad en sus ojos mostraba indicios de que le importaba poco lo que decía.
Meneó la cabeza y acomodó de nuevo los papeles en la mesa. Suspiró agobiada y el teléfono de su escritorio comenzó a sonar. Contestó a la llamada y como si fuese natural, me miró frustrada y salió de la habitación con el teléfono aún posado en su mejilla.
Me quedé en la habitación al menos más tiempo del que creí que la llamada duraría, y el silencio comenzó a invadir el cuarto. El «tic-tac» del reloj pasó a ser lo único que escuchaba y su voz, su chillada voz se empezó a escuchar en mi cabeza. Meneé la cabeza y respiré hondo. Me enrosqué en el asiento dejando mis rodillas alrededor de mis brazos y comencé a tararear. ¿La luz de la habitación siempre había sido tan oscura? En este momento no lo recordaba. Su voz, de nuevo, me hablaba. Lo único que lograba mantenerme calmada era los latidos de mi corazón que cada vez parecían acelerarse más. Comencé a respirar entrecortadamente y cerré mi ojos.
—Bien, ¿en qué estábamos? —Su voz me despertó de mis pensamientos y abrí los ojos con sobresalto. Miré a mi alrededor y el foco del techo iluminaba toda la sala. Saqué un suspiro de satisfacción y me reincorporé en la silla, quitándome el sudor de mi frente con el dorso.
Se sentó y entrelazó sus dedos dejándolos sobre los papeles y frente a ella.
—Cuéntame Alice, ¿volviste a tener pesadillas?
—Supongo que ya son parte de mis recuerdos, Meredith. Aunque… irónicamente no recuerdo mucho lo que soñé. —Mentí, sonriente, mientras seguía mi vista a la nada.
—Tu mamá dijo que estuviste gritando por horas, y que rasguñaste tus propios brazos; ¿me dejarías ver? —Sus ojos se posaron en mis brazos y yo tan sólo alargué la manga de mi blusa para que no se viesen mis muñecas. Me paré de donde estaba sentada y caminé hacia la ventana, abrí una de las cortinas para ver el cielo, aparentando no escuchar lo siguiente que venía—. Al menos cuéntame cómo empezó todo.
Al final supongo que todo empezó por jugar de más, como siempre sucede. Era uno de esos días en los que la curiosidad osa por matar al gato, en un decir, por supuesto. Mi amiga Danielle había visto en línea un nuevo juego del que conocíamos poco, pero que las películas americanas —según ella— lo volvían una cosa asombrosa. Las reglas pedían más de dos personas, así que Danielle insistió en invitar a otra chica, de la cual, su nombre hasta la fecha desconozco.
Las tres nos reunimos un viernes en la noche si puedo recordar. La chica de la que el nombre, e incluso voz, desconocía quería comunicarse con una amiga suya que había fallecido, y como nosotras no tuvimos objeción, así fue.
Era uno de esos juegos espiritistas de magia negra, al final no pensé que nada extraño fuese a suceder. Había sido en mi casa, en mi cuarto para ser más precisa. Mis padres se habían divorciado desde hace meses así que mi padre ya no vivía con nosotras, y mi madre se la pasaba todas las noches en los bares, en busca de «su nuevo amor». Habíamos apagado las luces y tres velas estaban en el centro en forma triangular. Nos habíamos sentado en círculo cruzando nuestras piernas. Cerramos nuestros ojos y agarramos nuestras manos, nos balanceamos de un lado al otro lentamente como en las películas. Danielle comenzó a musitar palabras que tenía escritas en un papel y que sencillamente carecían de algún sentido lógico.