La batalla

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—Fiel vasallo tambor, ¡tocad a generala! —exclamó en voz muy alta el Cascanueces.

El tambor emprendió entonces un redoble tan poderoso, que los cristales del armario comenzaron a temblar y tintinear. Se oyeron ruidos y golpes en su interior y Marie se dio cuenta de que todas las tropas de las cajas en las que estaba acuartelado el ejército completo de Fritz comenzaron a alzar con fuerza las tapas; los soldados salían y desde allí saltaban al estante inferior, donde se reunían formando brillantes filas. El Cascanueces caminaba de arriba abajo, dirigiendo a las tropas una arenga llena de entusiasmo.

—¡Que no se mueva ni el perro del trompetista! —exclamó el Cascanueces enfadado.

Pero a continuación se dirigió con rapidez a Pantalón, a quien, algo pálido, le temblaba muchísimo la barbilla, y dijo solemnemente:

—General, conozco su valor y su experiencia. Se trata de tener una rápida visión de la situación y aprovechar el momento. Le encomiendo el mando de toda la caballería y la artillería. Usted no necesita caballo, pues tiene unas piernas muy largas y con ellas galopa bastante bien. Haga ahora lo que corresponde a su rango.

Al momento Pantalón presionó sus largos y huesudos deditos contra los labios y cantó de forma tan penetrante, que sonó como si cien alegres trompetas soplaran con alegría. En el armario comenzaron entonces a relinchar y patalear los caballos. Entonces los coraceros y dragones de Fritz y, en particular, sus nuevos y brillantes húsares comenzaron a salir y pronto estuvieron todos formados abajo, en el suelo. Regimiento tras regimiento, con las banderas desplegadas y las bandas de música tocando, iniciaron el desfile ante el Cascanueces y se colocaron en raudas filas diagonalmente en el suelo de la habitación. Ante ellos pasaron como una exhalación los cañones de Fritz, rodeados por los cañoneros, y pronto comenzó a oírse el bumbum. Marie vio cómo los garbanzos de caramelo caían sobre el tropel de ratones, quienes no pudieron menos de avergonzarse al ponerse todos blancos de polvo de los caramelos. Hubo sobre todo una batería, que se había subido sobre el escabel de mamá, que les causó graves daños: disparaba alajú sin interrupción, pum-pum-pum, sobre los ratones, que caían uno tras otro. Pero éstos seguían aproximándose y consiguieron incluso superar uno de los cañones. Prr-prr-prr, el humo y el polvo impedían a Marie ver lo que ocurría. Lo cierto es que todos los regimientos se batían con denuedo, y que la victoria estuvo durante mucho rato oscilando de un bando a otro. Los ratones aumentaban en número cada vez más y más, y las pequeñas píldoras plateadas que lanzaban con tanta habilidad alcanzaban ya el interior del armario de cristal. Clárchen y Trutchen corrían desesperadas de un lado a otro y acabaron con las manos llenas de heridas.

—¿Es que he de morir en mi más hermosa juventud? ¡Yo, la más hermosa de las muñecas! —gritó Clárchen.

—¿Para eso me he conservado yo tan bien, para morir aquí entre estas cuatro paredes? —exclamó Trutchen.

Ambas se echaron los brazos al cuello y comenzaron a llorar de tal forma, que su llanto se oía por encima del terrible estruendo.

¡Pues bien, estimados lectores! Apenas podéis imaginaros el espectáculo que en ese momento comenzó.

Prr-prr—puf, pif—chate—ra—cha—bum—barrum—bum—barrum—bum—bum, todo a la vez, y además el rey de los ratones y los suyos chillaban y gritaban, y se volvía a oír la voz potente del Cascanueces dando órdenes eficaces mientras caminaba por entre los batallones que se encontraban bajo el fuego.

Pantalón había dirigido unos cuantos brillantes ataques a la caballería y se había cubierto de gloria, pero los húsares de Fritz estaban sometidos al bombardeo de la artillería ratonil, que les arrojaba unas horribles bolas apestosas que les pusieron perdidos sus pantalones rojos, por lo que no avanzaban casi nada. Pantalón les hizo girar por la izquierda, y con el entusiasmo del mando él hizo lo mismo, así como sus coraceros y dragones; es decir, todos giraron a la izquierda y se fueron a casa. Esto puso en peligro a la batería que se encontraba situada sobre el escabel, y poco después atacó un grupo de ratones con tanta fuerza que volcó la pequeña tarima, incluidos cañones y cañoneros. El Cascanueces, consternado, ordenó que el ala derecha retrocediera.

—Tú, Fritz, mi oyente, experto militar, sabes que tal movimiento significa casi la huida y sé que lamentas igual que yo la desgracia que amenazaba al ejército del pequeño Cascanueces, tan amado por Marie.

—Pero aparta tu mirada de esta calamidad y observa el ala izquierda del ejército del Cascanueces, donde todo lleva un excelente camino y aún existen grandes esperanzas para el general y su ejército. Pues durante este enfrentamiento habían ido apareciendo, en enorme silencio, grandes masas de caballería ratonil de debajo de la cómoda, que, acompañando su ataque de horribles chillidos, se lanzaron con furia sobre el ala izquierda del ejército del Cascanueces. ¡Pero con qué resistencia se encontraron!

Con lentitud —pues así lo exigían las dificultades del terreno, ya que había que superar el listón del armario— había ido avanzando el cuerpo de los estandartes, bajo el mando de dos emperadores chinos, y había formado en carréplain.

Eran unas tropas excelentes, gallardas, de gran colorido, formadas por multitud de jardineros, tiroleses, manchúes, peluqueros, arlequines, cupidos, leones, tigres, macacos y monos que se batían con sangre fría, coraje y tenacidad. Este batallón de élite hubiese logrado, con valor espartano, arrancar la victoria al enemigo, de no haber conseguido un audaz capitán de caballería enemiga, en un temerario avance, arrancar de un mordisco la cabeza de uno de los emperadores chinos, que, al caer, arrastró consigo a dos tunguses y un macaco. Esto ocasionó un hueco por el que penetró el enemigo y, poco después, todo el batallón estaba destrozado a dentelladas y mordiscos. Pero el enemigo no logró más que una mínima ventaja con esta fechoría. En el momento en que un sanguinario jinete de la caballería ratonil rompía con sus dientes a un valiente enemigo, le entró por el cuello una pequeña bola de papel que le mató en el acto.

¿Era esto suficiente para las huestes del Cascanueces, que, en cuanto comenzaron a retirarse, retrocedieron más y más, perdiendo cada vez más gente, de forma que el infeliz Cascanueces se encontraba ya pegado al armario de cristal junto a un pequeño puñado de gente?

—¡Que avance la reserva! Pantalón, Scaramouche, tambor, ¿dónde estáis? —gritaba el Cascanueces, manteniendo aún la esperanza de que se formaran y salieran del armario de cristal nuevas tropas.

Y, efectivamente, surgieron algunos hombres y mujeres marrones, de arcilla, con las caras doradas, sombreros y yelmos; pero se batían con tanta torpeza, que no acertaban a dar a ninguno de los enemigos y a punto estuvieron incluso de arrebatar la gorra del Cascanueces, su general. Y pronto llegaron a ellos los cazadores enemigos, que, a mordiscos, les arrancaron las piernas. Al caerse, incluso acabaron con algunos de los hermanos en armas del Cascanueces. Éste se encontraba estrechamente cercado por los enemigos, en peligro extremo. Quiso saltar por encima del listón del armario, pero sus piernas eran demasiado cortas; Clárchen y Trutchen estaban sin sentido y no podían ayudarle, húsares y dragones saltaban alegres a su lado y entraban en el armario, hasta que, desesperado, gritó:

—¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!

En ese mismo instante dos cazadores enemigos le agarraron por el abrigo de madera, y el rey de los ratones, de un salto, se acercó, chillando de júbilo por el triunfo con sus siete gargantas. Marie no pudo contenerse más:

—¡Mi pobre Cascanueces! ¡Mi pobre Cascanueces! —exclamó entre sollozos.

Sin darse cuenta realmente de lo que hacía, se quitó el zapato izquierdo y lo lanzó con fuerza al grupo más numeroso de ratones, en el que se encontraba el rey. Al instante pareció que todos habían desaparecido y muerto; pero Marie sintió en el brazo izquierdo un dolor aún más punzante que antes y cayó desmayada. 

El cascanueces y el rey ratónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora