Fin del cuento de la nuez dura

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Al atardecer del día siguiente nada más encenderse las luces llegó, efectivamente, el padrino Drosselmeier y continuó así:

Drosselmeier y el astrónomo de la corte llevaban ya quince años de camino sin haber encontrado señal alguna de la nuez Krakatuk. Estuvieron en tantos lugares y les ocurrieron tantas cosas extraordinarias, que podría estar cuatro semanas enteras contándooslo; pero no lo haré. Simplemente os diré que al final Drosselmeier, profundamente apesadumbrado, llegó a sentir una enorme añoranza de Nuremberg, su querida ciudad natal. Especialmente en cierta ocasión en que se encontraba con su amigo en un gran bosque de Asia, mientras se fumaba una pipa de tabaco.

—¡Oh, mi bella ciudad de Nuremberg, hermosa ciudad! Quien aún no te ha visto, por mucho que haya viajado a Londres, París y Peterwardein, no sabe lo que es esponjarse el corazón, y te deseará eternamente a ti, a ti, oh Nuremberg, hermosa ciudad con sus hermosas casas con ventanas.

El astrónomo, al oír los tristes lamentos de Drosselmeier, sintió gran compasión y comenzó a llorar tan melancólicamente que pudo oírse en toda Asia. Pero luego se dominó y, secando las lágrimas de sus ojos, preguntó:

—Pero, estimado colega, ¿por qué estamos aquí llorando? ¿Por qué no vamos a Nuremberg? ¿Acaso no da absolutamente igual dónde y cómo busquemos a Krakatuk, la nuez fatal?

—Eso es cierto —respondió Drosselmeier consolándose.

Al momento se levantaron ambos, vaciaron sus pipas y comenzaron a caminar, saliendo del bosque en el centro de Asia en línea recta hacia Nuremberg. Nada más llegar allí, Drosselmeier se dirigió rápidamente a casa de su primo Christoph Zacharias Drosselmeier, artesano fabricante de muñecas, lacador y dorador, a quien el relojero llevaba muchos años sin ver. Le contó toda la historia de la princesa Pirlipat, doña Ratonilda y la nuez Krakatuk. Aquél, juntando una y otra vez las manos y lleno de asombro, repetía:

—¡Ay primo, primo, qué cosas más extraordinarias!

Drosselmeier continuó narrando las aventuras de su largo viaje: cómo había pasado dos años en el palacio del rey Dátil y cómo el príncipe Almendra le había rechazado con desdén; cómo había estado preguntando en vano en la Sociedad de Investigación de la Naturaleza de Villardilla; en pocas palabras, cómo le había sido imposible en todas partes encontrar el más mínimo rastro de la nuez Krakatuk. Mientras su primo llevaba a cabo su relato, Christoph Zacharias castañeteó varias veces los dedos, giró sobre un solo pie, chasqueó la lengua y gritó: «¡Hum!, ¡hum!, ¡ay!, ¡oh!, ¡sería el diablo!».

Al fin, lanzó la gorra y la peluca al aire, abrazó con fuerza a su primo y gritó:

—¡Primo, primo! ¡Estáis salvados, salvados! ¡Os lo digo, estáis salvados, pues, o mucho me equivoco, o yo mismo estoy en posesión de la nuez Krakatuk!

Acto seguido sacó una caja de la que extrajo una nuez dorada de mediano tamaño.

—Mirad —dijo mientras mostraba la nuez a su primo—, con esta nuez ocurrió lo siguiente: hace muchos años llegó por Navidades un forastero con un saco de nueces, que puso a la venta. Tuvo una pelea con el vendedor de nueces del lugar, que le agredió por no poder soportar que el forastero vendiera nueces y, para defenderse mejor, dejó el saco justo delante de mi puesto de muñecas. En ese momento pasó por encima del saco un carricoche que llevaba una pesada carga; se rompieron todas las nueces menos una, y el desconocido, con una extraña sonrisa, me la ofreció a cambio de una brillante moneda de veinte del año 1720. Me pareció asombroso, pues precisamente encontré en mi bolsillo una de esas monedas y, como el desconocido la quería, compré la nuez y la bañé en oro, sin saber por qué había pagado tanto por ella y por qué le concedí después tanto valor.

El cascanueces y el rey ratónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora