Queridos niños, creo que ninguno de vosotros habría vacilado ni un segundo en seguir al honrado y bondadoso Cascanueces, quien nada malo podía tener en su pensamiento. Marie menos aún, pues sabía hasta qué punto podía reclamar el agradecimiento del Cascanueces y estaba convencida de que mantendría su palabra y le mostraría multitud de maravillas. Así pues, dijo:
—¡Voy con usted, señor Drosselmeier, pero que no sea muy lejos, pues no he dormido nada aún!
—Entonces —respondió el Cascanueces—, elegiré el camino más corto, aunque es algo más incómodo.
Comenzó a caminar. Marie le siguió hasta que se detuvo ante el enorme armario ropero del pasillo. Con gran asombro, Marie constató que sus puertas, siempre cerradas con llave, estaban ahora abiertas y dejaban ver claramente el abrigo de viaje, de piel de zorro, de su padre, que colgaba en primera fila. El Cascanueces trepó con gran habilidad por la moldura y los adornos hasta que pudo agarrar la gran borla que, sujeta de un grueso cordón, colgaba en la espalda del abrigo. Al tirar el Cascanueces de la borla, una preciosa escalerilla de madera de cedro se desenrolló a lo largo de la manga.
—¡Haced el favor de subir, querida demoiselle! —exclamó el Cascanueces.
Así lo hizo Marie. Apenas había alcanzado el alto de la manga y asomado por el cuello, cuando una luz cegó sus ojos. Súbitamente, se encontró en un prado de delicioso aroma en el que millones de pavesas centelleaban como pulidas piedras preciosas.
—Nos encontramos en el prado de caramelo —dijo el Cascanueces—, pero en un momento cruzaremos aquella gran puerta.
Marie levantó la vista y descubrió la bellísima puerta que se levantaba en el prado, unos pocos pasos delante de ella. Parecía estar construida de mármol veteado de blanco, marrón y color pasa, pero, al acercarse y cruzarla, se dio cuenta de que estaba hecha de almendras garrapiñadas y pasas, por lo que, como había asegurado el Cascanueces, se llamaba la puerta de las almendras y las pasas. Alguna gente vulgar la llamaba inadecuadamente «la puerta de la comida de estudiantes».
En una galería que partía de aquella puerta, aparentemente de azúcar de cebada, había seis monitos vestidos con juboncillos rojos, tocando la más bella música de jenízaros turcos que se pueda oír, de forma que Marie apenas se dio cuenta de que seguía caminando por baldosas de mármol de colores, que en realidad no eran otra cosa que bonitos y artísticamente trabajados racimos de moras.
Pronto se sintió envuelta en los más dulces aromas, procedentes de un maravilloso bosquecillo que se abría a ambos lados. Por entre el oscuro follaje brotaban brillos y chispas tan luminosos, que se podían ver con toda claridad los frutos dorados y plateados que pendían de tallos multicolores y los troncos y ramas, adornados con cintas y ramos de flores, como felices parejas nupciales y alegres invitados. Y, cuando los aromas a naranja se levantaban como un céfiro ondulante, se oía el murmullo de las hojas y las ramas, el oro embriagador crujía y crepitaba, y su sonido era como una música jubilosa a cuyo ritmo habían de saltar y bailar las centelleantes lucecillas.
—¡Ay! ¡Qué bonito es esto! —exclamó Marie, entusiasmada y feliz.
—Estamos en el Bosque de Navidad, estimada demoiselle —respondió el pequeño Cascanueces.
—¡Ay, si pudiera quedarme aquí un rato! —continuó Marie—. ¡Es todo tan hermoso!
El Cascanueces dio un par de palmadas con sus manitas. Al momento se acercaron pastorcillas y pastorcillos, cazadores y cazadoras (que Marie, a pesar de que llevaban un rato paseando por el bosque, hasta entonces no había visto), tan blancos y delicados que podría pensarse que eran de puro azúcar. Traían un maravilloso sillón dorado, sobre el que colocaron un blanco cojín de regaliz, y con toda cortesía invitaron a Marie a que se sentara en él. En cuanto lo hubo hecho, pastores y pastoras iniciaron un delicado baile acompañado por la música que, con gran corrección, tocaban los cazadores con sus cuernos. Luego desaparecieron todos entre los arbustos.
—Disculpad —dijo el Cascanueces—, estimadísima demoiselle Stahlbaum, que el baile haya resultado tan miserable, pero toda esa gente pertenecía a nuestro ballet de alambre y lo único que pueden hacer es repetir una y otra vez lo mismo. Y existen también sus motivos para que los cazadores tocaran tan adormilada y lánguidamente. Pues, aunque el cesto de golosinas cuelga en el árbol de Navidad justo encima de vuestras narices, sigue estando demasiado alto. ¿Pero qué os parece si seguimos paseando un poco?
—¡Ay! ¡Todo ha sido tan hermoso y a mí me ha gustado tanto...! —manifestó Marie a la vez que se levantaba y seguía al Cascanueces.
Caminaron a lo largo de un susurrante arroyo que chapoteaba dulcemente y del que al parecer procedían todos los deliciosos aromas que llenaban el bosque.
—Es el arroyo de las naranjas —explicó el Cascanueces en respuesta a sus preguntas—, pero, exceptuando su excelente aroma, no se puede comparar en grandeza y belleza al río de la limonada, que, igual que éste, desemboca en el lago de leche de almendras.
De hecho, Marie percibió pronto un chapoteo, un rumor más fuerte, y vio el ancho río de la limonada, que se deslizaba formando rizos con sus orgullosas olas color perla entre arbustos brillantes como un carbunclo de reflejos verdosos. Un frescor extraordinariamente agradable que fortalecía el corazón se levantaba en oleadas de aquella agua maravillosa. No lejos de allí se arrastraba con esfuerzo un agua amarilla oscura que, sin embargo, despedía un aroma increíblemente dulce, a cuya orilla se encontraban sentados multitud de hermosísimos niños pescando pequeños pececillos gordezuelos que comían al momento. Al acercarse, Marie vio que los peces tenían aspecto de nueces. Junto al río, un poco más lejos, surgía un bello pueblecito; las casas, los graneros, la iglesia y la casa parroquial eran marrón oscuro, aunque adornados con tejados dorados. Muchos muros tenían, además, tal multitud de colores, que parecía como si en ellos hubiesen pegado cidras y almendras confitadas. El Cascanueces dijo:
—Ése es el Hogar de Pan de Especias junto al arroyo de la miel; en él viven magníficas personas. Pero casi siempre están de mal humor, porque con frecuencia sufren dolores de muelas. Por ello, es mejor que, en principio, no entremos.
En aquel momento Marie divisó una pequeña ciudad formada únicamente por casas transparentes y multicolores, bellísimas. El Cascanueces se dirigió directamente a ella; Marie oyó un tremendo y alegre barullo y vio miles de amables personillas que rebuscaban entre multitud de carros, parados en el mercado y repletos de paquetes, y se disponían a desenvolverlos. Y lo que sacaron parecían papeles de colores y tabletas de chocolate.
—Estamos en Bombonópolis —dijo el Cascanueces—. Acaba de llegar un envío del país del papel y del rey del chocolate. Los habitantes de Bombonópolis han recibido recientemente serias amenazas del ejército del almirante de los mosquitos y por ello están cubriendo sus casas con los regalos del país del papel y levantando trincheras con el excelente material que les envió el rey del chocolate. Pero, estimadísima demoiselle Stahlbaum, no vamos a visitar todos los pueblos y ciudades de este país. ¡Vamos a la capital, a la capital!
Con paso rápido el Cascanueces continuó su camino; Marie le siguió llena de curiosidad. No mucho después se levantó un delicioso aroma de rosas y todo parecía envuelto en un dulce brillo rosado. Marie comprobó que era producido por el reflejo de un agua roja refulgente que fluía entre las maravillosas notas y melodías que producían los murmullos y chapoteos, formando pequeñas olas de un rosa plateado. En aquellas encantadoras aguas que se extendían cada vez más hasta parecer casi un gran lago, nadaban hermosísimos cisnes blancos como la plata, con lazos dorados en el cuello, que cantaban compitiendo por entonar las más bellas canciones, a cuyo son saltaban en las rosadas olas pequeños pececillos, como diamantes en un divertido baile.
—¡Ay! —exclamó Marie—. Éste es el lago que en cierta ocasión quiso hacerme el padrino Drosselmeier. Realmente, yo soy la muchacha que arrullará a los queridos cisnes.
El Cascanueces mostró una sonrisa burlona que Marie nunca había visto en su rostro, y dijo:
—Eso es algo que el tío nunca podrá conseguir; quizá vos misma sí, querida demoiselle Stahlbaum. Pero no perdamos tiempo pensando en eso y naveguemos por el lago de las rosas hasta la capital.
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El cascanueces y el rey ratón
FantasyEl Cascanueces es un cuento de Navidad sobre una niña pequeña llamada Marie y su juguete de madera, El Cascanueces, que cobra vida para combatir al malvado Rey de los Ratones de siete cabezas. En 1892 el compositor ruso Chaikovsky y los coreógrafos...