Me dirijo a ti, benévolo lector u oyente (Fritz, Theodor, Ernst o como quiera que te llames), y te ruego que recuerdes vivamente tu última mesa de Navidad, repleta de lindos y atractivos regalos. Entonces podrás imaginarte también a los niños, de pie, quietos, mudos, con ojos brillantes.
Y a Marie, que al cabo de un rato exclamó con un profundo suspiro:
—¡Ay, qué bonito! ¡Qué bonito!
Y a Fritz, que comenzó a dar saltos en el aire. Los niños debían de haber sido durante todo el año particularmente buenos y obedientes, pues nunca les habían traído tantas cosas tan bonitas y tan magníficas como en aquella ocasión. El gran árbol de Navidad del centro de la sala estaba cargado de multitud de manzanas doradas y plateadas, y en todas las ramas pendían, a manera de capullos y flores, peladillas, caramelos de colores y toda clase de golosinas. Pero había que admitir que lo más hermoso del maravilloso árbol era que entre sus oscuras ramitas titilaban como pequeñas estrellas cientos de lucecitas; él mismo, al alumbrarse por dentro y por fuera, invitaba amablemente a los niños a coger sus flores y frutos. Todo lo que rodeaba el árbol brillaba en multitud de colores. ¡Qué cantidad de cosas bonitas había allí! ¿Quién sería capaz de describirlo?
Marie pudo ver las más delicadas muñecas, toda clase de lindos cacharritos, y lo más bonito de todo, un vestidito de seda adornado con lazos de colores que estaba colgado de una percha, de forma que se podía admirar por todos los lados. Y eso era lo que estaba haciendo Marie, mientras repetía una y otra vez:
—¡Ay, qué vestido más bonito, más bonito! ¡Y yo me lo voy a poder poner!
Mientras tanto Fritz, galopando y trotando alrededor de la mesa, había ya probado tres o cuatro veces el nuevo alazán que, en efecto, había encontrado atado a la mesa. Desmontó y opinó que era una bestia salvaje, pero que ya le domaría, y comenzó a inspeccionar el nuevo escuadrón de húsares, vestidos espléndidamente de rojo y oro, con armas de plata y montados en unos caballos blancos tan brillantes que casi era para creer que también eran de plata pura. Un poco más tranquilos, los niños fueron a hojear los libros de estampas, que, abiertos sobre la mesa, mostraban hermosas flores, vistosos personajes y niños jugando, pintados con tal naturalidad, que parecía que estaban vivos y hablaban de verdad... ¡Bueno! Justo cuando los niños iban a mirar aquellos libros maravillosos sonó de nuevo la campana. Sabían que ahora ofrecería sus regalos el padrino Drosselmeier, así que fueron corriendo hacia la mesa que había junto a la pared. Retiraron el paraguas tras el que aquél había permanecido escondido durante todo el tiempo. ¡Lo que vieron los niños!
Sobre un césped verde, adornado con flores de colores, se levantaba un espléndido castillo con profusión de ventanas-espejo y torres doradas. Se oyó un toque de campanas y entonces se abrieron puertas y ventanas, dejando ver varios caballeros y damas, muy pequeños pero muy graciosos, que paseaban por las salas con sombreros de plumas y largos trajes de cola. En el salón central, que parecía envuelto en fuego (tal era el número de luces que ardían en los candelabros de plata), había unos niños que bailaban al son del toque de las campanas, con sus cortos juboncillos y falditas. Un señor con un manto color esmeralda se asomaba a menudo por la ventana, saludaba al exterior y volvía a desaparecer. Incluso el mismo padrino Drosselmeier, apenas algo mayor que el pulgar de papá, aparecía abajo, ante la puerta del castillo, y volvía a entrar en el interior. Fritz observaba, con los brazos apoyados en la mesa, el bello castillo y las figuras que bailaban y paseaban. Luego dijo:
—¡Padrino Drosselmeier! ¡Déjame entrar en tu castillo!
El consejero jurídico superior le indicó que aquello era absolutamente imposible. Y además tenía razón, pues era una tontería que Fritz pretendiera entrar en un castillo que, incluyendo sus torres doradas, apenas era tan alto como él. Fritz lo admitió al cabo de un rato. Después de que los caballeros y las damas siguieran paseando de un lado a otro de la misma forma, los niños bailando, el hombre esmeralda asomándose a la misma ventana, el padrino Drosselmeier saliendo ante la puerta, Fritz exclamó impaciente:
—¡Padrino Drosselmeier, ahora sal por la otra puerta, la de enfrente!
—No se puede, querido Fritz —respondió el consejero jurídico superior.
—Bueno —continuó Fritz—, entonces haz que el hombre verde que no hace más que asomarse a la ventana vaya de paseo con los otros.
—Eso tampoco se puede respondió de nuevo el consejero jurídico superior de mal humor—. La mecánica tiene que quedarse tal y como se ha construido.
—¡Cómo! —dijo Fritz, alargando la palabra—. ¿No se puede hacer nada de eso? Escucha, padrino Drosselmeier: si todas esas cosas tan bonitas del castillo no pueden hacer más que lo que hacen, siempre lo mismo, entonces no voy a seguir preguntando por ellos... ¡No! Prefiero mis húsares, que hacen maniobras, hacia adelante y hacia atrás, como yo quiera, y que además no están encerrados en ninguna casa.
Y, diciendo esto, se apartó de un salto de la mesa de los regalos y ordenó a su escuadrón que trotara de un lado para otro, que agitara sus banderas, atacara y disparara como le viniera en gana. Marie se había apartado en silencio de la mesa, pues también ella se aburrió pronto de los paseos y bailes de muñequitos dentro del castillo y, como era muy obediente y generosa, no quería que se le notase tanto como a su hermano Fritz. El consejero jurídico superior Drosselmeier se dirigió bastante malhumorado a los padres:
—Una obra artística así no está hecha para niños incapaces de comprenderla, de modo que voy a envolver de nuevo mi castillo.
Pero la madre, acercándose, hizo que le mostrara el sorprendente e ingenioso engranaje que ponía en movimiento los pequeños muñequitos. El consejero lo desmontó todo y lo volvió a montar.
Esto le devolvió el buen humor y aun regaló a los niños algunos hombres y mujeres muy burdos, marrones, con caras, piernas y manos doradas. Todos ellos eran de confitura y olían tan bien y tan apetitosos como el pan de especias, lo que produjo gran alegría a Fritz y Marie. La hermana Luise, como quería su madre, se había puesto el bello vestido que le habían traído y estaba preciosa; pero Marie, cuando le dijeron que se pusiera también su vestido, afirmó que prefería mirarlo primero un rato. Se lo permitieron con gusto.
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El cascanueces y el rey ratón
FantasiEl Cascanueces es un cuento de Navidad sobre una niña pequeña llamada Marie y su juguete de madera, El Cascanueces, que cobra vida para combatir al malvado Rey de los Ratones de siete cabezas. En 1892 el compositor ruso Chaikovsky y los coreógrafos...