Continuación del cuento de la nuez dura

35 2 0
                                    

—Así pues, niños —continuó el consejero jurídico superior Drosselmeier al atardecer del día siguiente—, ya sabéis por qué la reina hacía vigilar con tanta atención a la bellísima princesita Pirlipat. ¿Cómo no iba a temer que doña Ratonilda volviese para cumplir su amenaza y matar a la pequeña princesa? Las máquinas de Drosselmeier no eran eficaces contra la agudeza y el ingenio de doña Ratonilda y únicamente el astrónomo de la corte, que era a la vez el intérprete privado de los signos divinos y de las estrellas, decía saber que la familia del gato Ronrón estaría en condiciones de mantener a doña Ratonilda apartada de la cuna. Así pues, sucedió que cada una de las cuidadoras recibió a uno de los hijos de esa familia, quienes, por cierto, estaban empleados en la corte como consejeros delegados privados. Tenían que mantenerlos en el regazo y, mediante hábiles caricias, hacerles más dulce su duro servicio al Estado. Pero una vez, siendo ya medianoche, una de las dos cuidadoras jefas privadas que estaban sentadas junto a la cuna despertó sobresaltada, como de un sueño profundo.

Todos estaban dominados por el sueño; no se oía un solo ronroneo, y en medio de un profundo silencio de muerte podía percibirse hasta el roer de la carcoma. Pero la cuidadora jefa privada tuvo la sensación de que muy cerca de ella había un enorme y horrible ratón que, levantándose sobre sus patas traseras, había apoyado su funesta cabeza sobre el rostro de la princesa. Se levantó de un salto con un grito de horror. Todos despertaron. Pero en ese momento doña Ratonilda (pues no era otro el gran ratón que se hallaba junto a la cuna de Pirlipat) corrió veloz hacia un rincón de la habitación. Los consejeros delegados se lanzaron tras ella: demasiado tarde. Había desaparecido a través de una rendija del suelo de la habitación. El ruido despertó a Pirlipatilla, que comenzó a llorar quejumbrosamente.

—¡Gracias al cielo! —exclamaron las cuidadoras—. ¡Vive!

Mas cuál no sería su horror al mirar a Pirlipatilla y descubrir en qué se había convertido la bella y hermosa niña. En lugar de su cabecita de ángel de rizos rojo y oro había una gruesa cabeza informe sobre un cuerpo pequeñísimo y encogido. Sus ojitos azules se habían transformado en unos ojos verdes, saltones, de mirada fija, y su boquita se había estirado de una oreja a otra. La reina lloraba y se lamentaba, deseando morir, y hubo que cubrir con tapices guateados el gabinete de estudio del rey, porque éste se golpeaba una y otra vez con la cabeza contra las paredes a la vez que gritaba con voz dolorida:

—¡Ay de mí, infeliz monarca!

Habría podido darse cuenta entonces de que hubiera sido mejor comerse las salchichas sin tocino y dejar a doña Ratonilda y su estirpe en paz bajo el fogón. Pero el real padre de Pirlipat no pensó en ello, sino que culpó de todo lo ocurrido al arcanista y relojero de la corte, Christian Elias Drosselmeier de Nuremberg. Por ello dio la siguiente y sabia orden: en el plazo de cuatro semanas Drosselmeier debía devolver a la princesa Pirlipat a su estado original o, al menos, encontrar un determinado remedio, no falaz, para conseguirlo. De lo contrario, moriría de muerte vergonzosa bajo el hacha del verdugo.

Drosselmeier se asustó bastante, pero pronto confió en su arte y su fortuna y se dispuso al momento a llevar a cabo la primera operación que le pareció provechosa. Con gran habilidad desmontó a la princesa Pirlipat, desenroscó sus manitas y piececitos y observó la estructura interna. Pero descubrió que, a medida que fuera creciendo la princesa, se haría todavía más deforme, y no sabía qué partido tomar ni cómo solucionarlo. Volvió a reconstruir cuidadosamente a la princesita y se dejó caer, acongojado, junto a su cuna, que no podía abandonar. Ya había llegado la cuarta semana —era ya miércoles—, cuando el rey se asomó con ojos chispeantes de furia y, blandiendo amenazadoramente el cetro, gritó:

—¡Christian Elias Drosselmeier, cura a la princesa o morirás!

Drosselmeier comenzó a llorar amargamente, mientras la princesita Pirlipat estaba, satisfecha, cascando nueces. Fue entonces cuando, por primera vez, le llamó la atención al arcanista el incansable afán de comer nueces de la princesa Pirlipat y la circunstancia de que naciera ya con dientes. De hecho, tras su transformación, estuvo gritando sin parar hasta que, por azar, vio una nuez y la abrió al momento. Al comer el fruto se calmó. Desde aquel momento sus niñeras no encontraron nada más adecuado que darle nueces.

—¡Oh sagrado instinto de la naturaleza, eternamente inescrutable simpatía de todos los seres! —exclamó Christian Elias Drosselmeier—. Tú me muestras la puerta del misterio a la que he de llamar. Y la puerta se abrirá.

De inmediato solicitó permiso para hablar con el astrónomo de la corte. Fue conducido a él bajo vigilancia. Ambos hombres se abrazaron entre lágrimas, pues eran entrañables amigos, se retiraron luego a un gabinete secreto y comenzaron a consultar infinidad de libros que hablaban de los instintos, las simpatías, las antipatías y otras misteriosas cuestiones. Llegó la noche. El astrónomo de la corte estudió las estrellas y, con ayuda de Drosselmeier, también gran experto en ello, estableció el horóscopo de la princesa Pirlipat. Tras un gran esfuerzo, pues las líneas se iban haciendo cada vez más confusas, al fin, ¡qué gran alegría!, al fin pudieron ver claramente que lo único que tenía que hacer la princesa Pirlipat para librarse del hechizo que la afeaba y recuperar su belleza anterior era comer el dulce fruto de la nuez Krakatuk.

La nuez Krakatuk tenía una cascara tan dura que hasta un cañón de cuarenta y ocho libras podía pasar por encima de ella sin romperla. Y tendría que ser un hombre que nunca se hubiese afeitado y que jamás se hubiese puesto botas quien, ante la princesa, abriera con sus dientes la nuez y se la entregara con los ojos cerrados. El joven no podría abrir los ojos hasta retroceder siete pasos sin dar ningún traspiés. Drosselmeier estuvo trabajando ininterrumpidamente con el astrónomo durante tres días y tres noches. El sábado a mediodía estaba el rey sentado a la mesa comiendo, cuando Drosselmeier, que iba a ser decapitado el domingo de madrugada, entró alborozado y feliz y anunció el remedio hallado para devolver a la princesa Pirlipat la belleza perdida. El rey se abrazó a él con intenso afecto y le prometió una espada de diamantes, cuatro órdenes y dos nuevas levitas de domingo.

—Nada más acabar la comida —añadió con amabilidad—, se emprenderá la labor. Ocupaos vos, estimado arcanista, de que el joven sin afeitar esté a mano con sus zapatos, como corresponde, y no le permitáis beber antes ni una gota de vino, para que no tropiece al retroceder, como un cangrejo, los siete pasos, pues después podrá beber hasta la saciedad.

Estas palabras del rey consternaron a Drosselmeier, quien, entre temblores y vacilaciones, tartamudeando, consiguió decir que era cierto que se había descubierto el remedio, pero ahora había que buscar ambas cosas, la nuez Krakatuk y el joven que tenía que abrirla. Y era dudoso que alguna vez pudieran encontrarse tanto la nuez como al Cascanueces. El rey, enfurecido, levantó el cetro por encima de su cabeza coronada y exclamó con voz de trueno:

—¡Bueno, pues se mantiene la decapitación!

Fue una suerte para Drosselmeier, hundido en la angustia y la miseria, que ese mismo día la comida le gustara muchísimo al rey; estaba de buen humor y accedió a los razonables y numerosos argumentos que presentó la bondadosa reina, conmovida por el destino de Drosselmeier. Finalmente Drosselmeier, haciendo acopio de todo su valor, expuso que en realidad él había cumplido su obligación: había descubierto el remedio para sanar a la princesa y, por tanto, había rescatado su vida. El rey afirmó que eso eran sólo tontas excusas y palabrería vana, pero al fin, tras tomarse un vasito de licor estomacal, decidió que el relojero y el astrónomo se dispusieran a partir y que no volvieran sin la nuez Krakatuk en el bolsillo. Y, tal como había propuesto la reina, al hombre que había de abrirla lo buscarían por medio de anuncios publicados varias veces en los periódicos y revistas intelectuales del país y del extranjero.

El consejero jurídico superior interrumpió aquí de nuevo su narración y prometió relatar el resto al día siguiente. 

El cascanueces y el rey ratónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora