Ojalá

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Ah, pero somos algo más que el hijo de Luis Cuevas y la hija de Roberto Cantoral, ¿no te
parece? «Yo me llamo Itatí.» dijo, «Y yo Martín» contesté. El mozo del restaurante nos
tomó por hermanos. «Qué aventura», dijo ella. Estuve por decir aventura
incestuosa, pero pensé que iba demasiado rápido. Entonces ella dijo
«aventura incestuosa» y no tuve más remedio que ruborizarme. Ella
también pero por solidaridad, estoy seguro.
Me preguntó si sabía en que estaba pensando.«¿Qué iba a saber?» dije. «Bueno, estoy pensando en la cara que pondría mi abuela si supiera que estoy cenando con un muchacho» contestó. !Albricias¡ el muchacho era yo. Y el mozo que me preguntaba si iba a pedir el menú económico. Por supuesto y de nuevo el mozo preguntaba si mi hermanita también. Y ella dijo que sí claro, haciendo incapie en «por algo
somos inseparables». Se fue el mozo y dije: «Ojalá». «Ojalá qué». Me di
cuenta de que había conseguido desorientarla. «Ojalá fuéramos
inseparables». Ella entendió que era algo así como una declaración de amor.
Y lo era.
Cuando estábamos terminando la pasta, me preguntó por qué había
dicho eso, estaba seria y lindísima. Yo no estaba lindísimo pero sí estaba
serio cuando imaginé que la mejor respuesta era enviarle mi mano por
entre el tenedor y las copas, pero ella dijo «Ay no, acuérdate que somos
hermanitos». Hay que ver los problemas que tenían los chicos, allá por 1990, en los preámbulos del amor. Era como si todos, las madres, las tías,
las madrinas, las abuelas, los siglos en fin, nos estuvieran contemplando.
Entonces, con las manos muy quietas pero crispadas, le contesté por fin que
le había dicho eso porque me gustaba, nada más. Y ella dijo: «Me gusta como
dices que te gusto». Ah, pero a mí me gustaba que a ella le gustara cómo
decía yo que me gustaba. Sí ya sé qué bobadas. Pero a nosotros nos
sonaban como clarinadas de genio, de esas que aparecen en los diccionarios
de frases famosas.
Cuando estábamos en el pasillo, ella dijo que hasta ahora no se había
enamorado, pero quién sabe. «Además, sólo tengo quince años». Y yo veinte y uno, algo ya mayor que ella, pero para enamorarse de una joven tan auténtica como Itatí no importaba la edad que tuvieras...
«Pero quien sabe», musitó. Y desplegaba su sonrisa. Comparada con la suya, la de la Gioconda era una pobre mueca. Debo agregar que, a pesar de sus rasgos etéreos, demostró un apetito voraz. De la pasta no quedaron ni huellas. Yo por lo menos dejé una papa, nada más que para que el mozo no pensara que éramos unos muertos de hambre.
En el postre nos cantamos las vidas. En su clase había quien le tenía ojeriza porque era la única que obtenía sobresalientes en matemáticas». «A mi también me entusiasman las matemáticas». Exclamé radiante y hasta me lo creí, pero sólo era una mentira autopíadosa, ya que entonces las odiaba y todavía hoy me dura el rencor. Sus padres no pasaban mucho tiempo en casa, por los viajes del gran Roberto Cantoral, pero lo había
asimilado bien. «Es imposible que estén separados, se llevan muy bien». Lamenté profundamente que mis padres no fueran tan unidos,
más bien no estaban contentos de estar juntos.

Hasta que llegaste túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora