Lo que somos

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La calle rebosa actividad, a pesar de que los últimos rayos del sol se ocultan tras los rascacielos y el frío se vuelve más húmedo y penetrante. Ajusto mis guantes sin dejar de avanzar a paso ligero por la avenida del casco antiguo, repleta de garitos alternativos a las principales discotecas de la ciudad.

Conforme cae la noche, los neones, las estufas y las ristras de bombillas de colores invaden el ambiente, cada vez más concurrido, donde la música que escapa de las puertas entreabiertas se mezcla con las exclamaciones y encuentros a pie de calle.

Un aroma a tabaco de liar, mezclado con algo menos legal, me golpea de lleno al pasar por delante de un grupo de chavales apostados en los escalones de un antiguo portal. A pocos metros de los locales se distinguen chicos y chicas bien arreglados, con rostros llamativos y una sonrisa permanente mientras reparten un puñado de flyers y ofrecen un chupito dulzón a los primeros que encuentran despistados. Resoplo burlón al ver a unos chicos sucumbir al señuelo, primero la sonrisa radiante, luego el chupito de mierda tras haber pagado una entrada con consumición.

Sin poder evitarlo, revivo uno de esos veranos en los que Kenny se empeñó en emplear un par de relaciones públicas para recuperar a la clientela más joven que se había llevado un pub recién abierto por un alemán.

En un principio me había utilizado a mí para ahorrarse ese sueldo, incluyéndolo en mis funciones de barman a pesar de mis quejas. A Farlan no le hizo ni pizca de gracia, no solo por el hecho de que cobraría lo mismo, sino porque esa inseguridad suya se acrecentó cuando me vio vestido con mi mejor ropa intentando captar clientes. Mi tío lo descubrió en varias ocasiones rondando el bar, comprobando que no había nada extraño, que yo no hacía nada extraño. Por suerte, Kenny supo poner a cada uno en su sitio antes de que estallaran esos celos irracionales: a mí tras la barra y a Farlan con los folletos, la sonrisa forzada y los pies doloridos, deambulando sin parar hasta que llegara a un mínimo de consumiciones vendidas. Kenny simplificó la explicación, argumentando que él era más adecuado y más «guapito» para ese puesto.

Sonrío de forma leve, reconozco que mi tío es tan cretino como inteligente.

Me detengo delante de una farola de aspecto victoriano y compruebo el móvil, faltan quince minutos para la hora acordada con Eren y solo puedo esperar que sea puntual. Paseo distraído por la acera, rechazando invitaciones y observando a la gente que comienza a llenar los bares.

—¡Levi! —Escucho sin resuello a mis espaldas—. Aquí estás.

Giro sobre mis talones y lo contemplo de arriba abajo. Su rostro luce impecable, sin un solo pelo, desprendiendo el refrescante olor de su after shave. La raya de su cuero cabelludo está perfecta, con los mechones a ambos lados de esos ojos chispeantes. Reconozco el abrigo que llevó la última vez que fuimos juntos al cine, unos pantalones oscuros y unos zapatos bicolor con punta redondeada.

Con qué facilidad sabe sacarse partido, el muy cabrón. A su lado, los relaciones públicas no le llegan ni a la suela de esos zapatos tan curiosos que lleva.

—Estás helado —protesta tras saludarme con un rápido abrazo—. Entremos ya. ¿Aquí sirven también comida?

—Sirven pinchos, cosas sencillas, si lo que quieres es una cena en condiciones tendremos que ir a otra parte.

Eren menea la cabeza y señala con el mentón hacia la entrada.

—Eso estará bien. Vamos.

El tintineo de una campana resuena cuando abrimos la puerta. Un puñado de mesas circulares se esparcen a lo largo del establecimiento, más de la mitad repletas de gente. Entrecierro los ojos para visualizar un sitio apartado donde podamos estar tranquilos y le hago una señal a Eren para que me siga.

Secreto a vocesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora