Me encanta conducir de noche, en calma, atravesando carreteras perdidas mientras escucho mi música triste sobre el murmullo del motor. Conduzco sin destino en un peregrinaje nocturno hacia el amanecer de una nueva semana. Ese es el momento que marca la hora de regresar a mi cueva, de dejar de ser yo y dormitar y vegetar y vomitar hasta que el sol se apiada de mi desidia y hace mutis por el viernes. Entonces vuelvo a la carretera. Me gusta que las sombras se deshagan a mi paso para volver después. Pienso que soy la luz que da vida a un universo vacío y oscuro donde no hay nada cuando no estoy. Con el tiempo, he terminado por conocer todas las rutas próximas a mi celda. Conozco cada curva, cada tramo bacheado, cada cambio de rasante, cada arcén, cada cruce. Me encanta regresar una y otra vez, descubrir que todo sigue igual y, a la vez, es distinto.
Ahora estoy más lejos de mi mazmorra de lo que lo he estado nunca. Esta es la quinta noche seguida que conduzco, mi último viaje disfrutando de la conducción nocturna. Busco carreteras poco concurridas con la emoción de descubrir nuevas curvas, nuevos baches, nuevos vientos, con mis viejas y tristes melodías sonando sobre el arrullo de un motor que no se queja de la carga, mi patética vida al completo, que transporta.
Sin embargo, este fin de noche está resultando frustrante. Hace varios kilómetros que esta errática lluvia me está haciendo perder los nervios. Comienza a llover y, cuando acciono el limpiaparabrisas, para. Si espero más, la lluvia aprieta y, tras dos pasadas de la goma sobre el cristal, se detiene unos minutos y vuelta a empezar. Demasiado tarde, princesa, canta despechado el Sabina.
La carretera es una nacional que apenas tiene curvas. La conducción es monótona. Acelero. Desde hace una media hora, el aire tiene un olor que no llega a ser desagradable pero que me turba. Cada pocos kilómetros, mientras la lluvia sigue riéndose de mi paciencia, aparece la sombra de un restaurante de carretera abandonado o las fantasmales luces de algún sórdido local de alterne. La lluvia me la juega de nuevo al poner el limpia en automático. Incluso Ana con aquello de Probé a ser respirado por la que duerme a mi lado comienza a irritarme y la silencio antes de que lo sienta por su novia. Aprovechando el silencio, el motor comienza a susurrarme dulcemente. La lluvia se ha cansado de jugar y ha decidido irse a dormir. Me calmo. Tal vez pueda disfrutar algo esta noche antes de tener que buscar un refugio donde pasar el día.
A unos metros veo el desvío por el que me adentraré en una comarcal hasta un hotelito a la entrada de un pueblo. Habría sido imposible saltarse el cruce gracias a los neones de color violeta, rosa y blanco de una enorme sala de fiestas. Mientras hago el giro a la derecha, no puedo contenerme. Reduzco la velocidad para curiosear un poco. No hay mucho que ver. El recinto está vallado con carrizo en pos de la intimidad de sus clientes. En la entrada hay un maromaco rubio de dos por dos. Parece preocupado. No deja de mirar el móvil y llevarse el dedo a la oreja. Es todo un oso de la estepa, muy parecido al contrincante de la URSS que venció a Rocky, no recuerdo en qué parte. Creo que, ni aunque me gustaran los hombres, me liaría con alguien así. No sabría qué hacer con tanto músculo, por no hablar del complejo que acabaría cogiendo con mi nula forma física. El violeta, el rosa y el blanco se van haciendo pequeños en el retrovisor, y desaparecen cuando tomo una curva a izquierdas bastante cerrada. Al salir tengo que dar un fuerte frenazo. Una chica surge de la nada. Su cara aparece descompuesta y cegada ante mí.
—¿Es que estás loca o qué? —grito sacando la cabeza por la ventanilla.
La chica está tiritando, mueve la cabeza de un lado a otro compulsivamente y sangra por la nariz. Veo un resplandor intermitente varios metros más allá.
—¿Estás bien? ¿Has tenido un accidente?
Salgo del coche y me acerco a ella para calmarla. Es joven, no debe de tener más de veintiún años. Tiene el pelo largo despeinado, tal vez por el accidente. El labio inferior no para de temblarle. Los ojos exageradamente abiertos buscan algo. Al fin me encuentran a mí y parecen desprenderse de una parte de miedo.
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Curvas
RomanceMe encantaba conducir de noche, bailando con mi soledad al arrullo del motor y mi música triste, aprovechando el tiempo que me quedaba en un último alarde de autonomía. Hasta que te encontré en aquella curva donde tuviste que estrellaste para intent...