El día ha llegado. La luz del sol entra impúdica por la ventana con el olor a salitre y el ruido de un mar enfadado. Por lo demás, silencio. Salgo al balcón y me quedo mirando la playa de fina arena beige. Si fumara, encendería un cigarro. Una de las cosas que nunca hice: fumar. Tampoco me arrepiento. La calle está desierta. En la playa apenas se ve una sombra errante o una roca de piel frente al mar, que sigue enfadado. Su aliento es frío. El sol, aun estando ya alto, apenas calienta. Estoy tranquila. En el salón-cocina hay un desayuno esperando: café, croissants, una onza de chocolate y una nota escueta: Salí a la compra, vuelvo enseguida. Graciela.
Diez minutos antes de que llegue, oigo el agudo gruñido de la moto de Graciela. La he perdonado, ¡qué remedio! Ahora debe de estar entrando en el paseo marítimo. El sonido se hace más claro. Soy una idiota. No, una cobarde. De haber vecinos, los estaría despertándolos a todos. ¿Dónde quedaron mis planes? Ha parado. En breve oiré el ascensor. ¿Acaso pensaba que conseguiría hacerlo? Ya está subiendo. Supongo que encontraría cualquier otra excusa. La llave se frota contra la cerradura, que cede en un momento. No, no hay excusa. Tengo que hacer lo que he venido a hacer.
—¡Hola, mi hermanita! Ya te levantaste ¿sí?, ¿comiste algo?, ¿te tomaste la medicación? —Deja las bolsas en la mesa y me da un beso en la frente.
—Buenos días.
¡A qué poco me sabe ese leve contacto! Sin más, se marcha a mi cuarto y se pone a ordenarlo. Desde la silla la observo hacer mi cama, colocar la ropa que he dejado tirada en el suelo y retirar el vaso de agua de la mesilla. Desaparece.
—¿Te vas a duchar? —grita desde el fondo del baño.
—No, no me apetece.
¿Cómo ha llegado hasta allí? Aún no me acostumbro a estas pérdidas de conciencia. Son breves, pero cada vez más frecuentes. Es como dormirse en el sofá viendo un documental y despertarse viendo una serie. No se percibe el paso del tiempo, pero eso no significa que no haya pasado. Esto debe terminar, no me queda mucho tiempo. Esta noche, por fin, será la última.
Me encanta conducir de noche, arropada por el suave arrullo del motor y la rota voz de Billie Holiday. En un laberinto de pinos y roca, avanzo sin prisa hacia mi destino. Mientras, el mar impaciente, casi desesperado, intenta, sin conseguirlo, subir a recogerme. No será como estaba previsto, no me hundiré con toda mi vida en el fondo del acantilado. Le cedo mi identidad a Graciela. En el apartamento quedan mis escasas pertenencias: mis más que saneadas cuentas bancarias, mis carnets de identidad, de conducir, del videoclub, tarjetas de crédito, de débito, de descuento, mi ropa (salvo lo que llevo puesto), mi música (excepto el disco de Billie), mi vivo retrato durmiendo en el cuarto junto al mío sin saber que, al despertar, encontrará una simple nota de despedida que termina con un «Te quiero, Graciela» que sabrá interpretar bien, pues, en cuanto he salido por la puerta, he dejado de ser Claudia para ser un fantasma que rasga la noche con la luz mortecina de los faros de un coche suicida.
Tras varios giros y contra giros por esta carretera sinuosa, encuentro la curva que no llegaré a tomar; una curva de ciento ochenta grados hacia la izquierda sobre el abismo de roca y espuma, estrecha, corta y con bastante pendiente, que habría que realizar en segunda. Detengo el coche antes de llegar a ella y me asomo a mi tumba. La noche es fría pero despejada, el mar brilla sutilmente con el reflejo de las estrellas y la luna menguante. ¿O es creciente? Nunca he sabido diferenciarlas. Si fumara, sería el momento oportuno para un último cigarrillo. ¿Pero qué manía he cogido ahora por fumar? En fin, suspiro. No puedo dejar de ser yo misma hasta el final. Me siento al borde del precipicio un instante; aún no ha llegado el momento.
El romper de las olas resulta hipnótico. El mar parece más tranquilo ahora que estoy aquí. Aguarda paciente, contagiado por mi serenidad. Un murmullo lejano rompe el trance según se aproxima desde el mundo de sombras que queda a mi espalda. Una luz mortecina y débil ilumina mi cuerpo mientras el ruido se hace más intenso. Suspiro. Me levanto y veo a Graciela, que corre hacia mí dejando caer la moto al suelo.
De repente, me está agarrando por los hombros, me hace girar interponiéndose entre el vacío y yo, me habla, me grita entre sollozos, me agarra la cara, de nuevo los hombros. Yo no tengo tiempo ni ganas de volver a escucharla y, simplemente, la beso, hago míos por fin esos labios que tanto he deseado. Compruebo por fin su suavidad, su calor, su húmedo sabor a fresas. Ella enmudece, no puede hacer otra cosa. Se disuelve, me suelta y se separa de mí. Me mira extrañada. ¿Cuántas veces he visto esa mirada en otros rostros ya olvidados? Da un paso atrás hacia el vacío. Me abalanzo hacia ella para sujetarla y que no caiga, pero ella huye inconsciente al abismo que se abre bajo sus pies y cae. Apenas tengo tiempo para agarrarle el brazo izquierdo, pero su peso y mi debilidad se alían y me arrastran al suelo.
—¡Claudia, Claudia! —grita desesperada zarandeándose, intentando agarrarse a la roca con su mano libre—. ¡No me sueltes Claudia!
Por supuesto que no voy a soltarte, amor. La roca lisa y helada no ofrece ayuda alguna y, con el movimiento, su peso comienza a hacerse insoportable.
—¡Claudia!
Por más que la agarro con las dos manos, no consigo izarla. El sudor convierte mis manos en aceite.
—¡Me resbalo, Claudia!
Siento que me falta el aire. Un leve mareo amenaza con sobrevenir, un punzante dolor en la nuca me seduce para que me rinda.
—¡Claudia!
¡Mierda, no, ahora no!
—¡Mi hermana!
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Curvas
RomanceMe encantaba conducir de noche, bailando con mi soledad al arrullo del motor y mi música triste, aprovechando el tiempo que me quedaba en un último alarde de autonomía. Hasta que te encontré en aquella curva donde tuviste que estrellaste para intent...