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Despierto con la boca seca. Está oscuro. La pequeña ventana tiene la persiana bajada. Me levanto despacio y dejo que entre algo de luz. Es tarde, aunque no lo suficiente. Aún quedarán unas tres o cuatro horas para el anochecer. Con los ojos medio cerrados, llego al baño y me doy una ducha cálida y lenta que termina por despertarme. ¡Vaya! Debí de olvidar el neceser en el coche. Entonces recuerdo lo que sucedió antes del amanecer. Hasta entonces, me había parecido un extraño sueño. Vuelvo a la habitación y, sí, la cama junto a la mía está revuelta pero vacía. Ella pasó la mañana aquí, durmiendo conmigo, aunque ahora no está. Y se ha llevado mi ropa. ¡Mierda, mierda, mierda! Se ha llevado también la cartera y las llaves del coche. ¿Cómo puedo ser tan idiota, cómo he podido confiar tan fácilmente en una desconocida, en una puta? ¡Joder, su ropa es la única que hay en la habitación! ¿Se supone que debería ponérmela? ¡Mierda, mierda, mierda! Intento calmarme, vuelvo al baño y termino de ducharme. ¿Qué sé de ella realmente? Nada, no sé nada, salvo que es puta (eso está claro), y que, probablemente, se habrá escapado. De ahí las prisas y el miedo a volver al puticlub. También sé que no debe de conducir muy bien. Y sé otra cosa: que tiene unos ojos preciosos, el pecho firme y suave, el cabello... ¡Mierda, mierda, mierda! Salgo de la ducha y comienzo a secarme frente al espejo. La puerta de la habitación se abre.

—¿Hola? ¿Ya despertaste? —Es ella: ha vuelto—. ¿Hola?, ¿estás por ahí?

Salgo del baño secándome todavía y la veo junto a la mesa, vestida con mis vaqueros lavados y mi camiseta negra, con mi cinturón, mis zapatos, ¿mis calcetines? De repente me viene una extraña sensación. En cierto modo, se parece a mí. Con más pecho, eso sí. Comienza a sacar cosas de las bolsas, dándome la espalda.

—No quise despertante. Parecías tan a gusto... —Latas de bebidas y lo que parecen bocadillos—. Fui al bar de enfrente a por algo de comer para cuando despertaras—. ¿Se había cortado el pelo? —Tuve que coger tu ropa, mi cielo. No podía salir con eso, ¿sí?

Se gira, y señala el cinturón y la blusa rosa con la cabeza.

—¿Estás bien? —Supongo que mi expresión no es muy amigable.

—Espera. —Se acerca a mí y me peina con los dedos—. Así estás mejor.

Sonríe y se sienta sobre la cama.

—Come algo, ¿sí? No sabía qué te iba a gustar así que he comprado casi de todo.

Me acerco a la mesa y veo el menú. Hay bocadillos de queso curado, jamón serrano, lomo adobado, tortilla de lo que parece algún tipo de verdura, de calamares, incluso uno vegetal, varias latas de refrescos y cerveza, y varios sobres de mayonesa.

Cuando me giro, está desnudándose.

—Espera —le digo—, no te la quites. Ve al coche: en el asiento de atrás hay una maleta roja. Tráela y nos pondremos algo limpio.

Sonríe y sale sin pensarlo.

—Enseguida vuelvo, ¿sí?

Enseguida lo hace. Buscamos entre mi ropa algo que ponernos. Por suerte, tenemos la misma talla. No puedo evitar fijarme de nuevo en su cuerpo mientras se quita la camiseta para ponerse otra limpia. Ella se da cuenta.

—Perdona.

Me vuelvo y busco algo que ponerme. Noto que se me acerca por detrás, toma mi mano y me gira. Tiene el torso desnudo, a contra luz. Posa mis manos en sus pechos otra vez.

—¿Te gustan? —Mis manos los acarician al movimiento de las suyas.

—Sí. —Para qué negarlo.

—Tres mil cada uno. —Sonríe y da un respingo. —Un buen trabajo, ¿sí?

Ahora mismo no sé qué pensar.

—Al principio no quería operarme, pero tenía el pecho muy pequeño, casi como tú, y me obligaron a hacerlo..., ya sabes.

Se encoge de hombros y se pone una camiseta blanca. Terminamos de vestirnos, comemos algo y recogemos.

—Por cierto, me llamo Graciela.

Es cierto: no nos hemos presentado.

—Yo soy Claudia.

Nos marchamos al atardecer.

—Tengo que pasar por el cuartel de la guardia civil.

Graciela parece haber olvidado todo lo sucedido la noche anterior, pero la mención de la autoridad trae de nuevo la angustia a su suave rostro.

—Tranquila. Solamente tengo que pasarme a firmar la declaración de lo que les conté ayer por teléfono y simplemente dije que vi un coche vacío con gasolina alrededor que me parecía peligroso —mi explicación no parece tranquilizarla.

La resignación vuelve sumisa su expresión. ¿Cuántas veces habrá tenido que adoptar esta actitud, sobrepasada por las circunstancias? Me parece ahora tan indefensa, tan derrotada...

—Serán cinco minutos, ¿sí? —digo imitando su acento, a lo que responde con una sonrisa.

En el cuartel tardo un poco más de cinco minutos. El sargento de guardia me está esperando con la transcripción de la llamada de la noche anterior y algunas dudas, que resuelvo lo mejor que puedo. Regreso.

—Ya está. No saben nada. Supongo que eres libre.

Sonríe y me abraza, llora como una niña pequeña. Yo la estrecho fuerte, hundo mi cara en su pelo y lloro también.

—Venga, venga, que, si seguimos así, no nos iremos nunca.

Enciendo el coche, acelero lentamente y nos sumergimos en el abismo de la noche. Las sombras se deshacen a nuestro paso para volver después, rotas por el eco de un motor que apenas se deja oír sobre la dulce voz de Graciela mientras me cuenta los cotilleos caducos de la revista, mientras se queja de mi triste música, mientras hace planes para el futuro como si fuera allí donde la llevo. Y pienso que su voz es la luz que da vida a un universo vacío y oscuro. No habrá nada cuando ella no esté. El mundo se crea en cada una de sus carcajadas para luego desaparecer. 

CurvasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora