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Cae la tarde en una pensión que hemos encontrado al amanecer, cuando casi pensábamos que nos tocaría dormir en el coche. ¿Por qué? Porque estas últimas dos noches toda mi planificación se ha ido a la mierda. ¿Por qué? Porque no presto atención a mi libro de ruta. ¿Por qué? Porque conduzco sin saber por dónde voy. ¿Por qué? Por ese cuerpo bronceado que aún calienta las sábanas, tan cerca del mío que un suspiro no podría pasar entre ambos. Me levanto en busca de intimidad y consuelo en el cuarto de baño. Hoy tampoco me duele la cabeza y tampoco me tomaré las pastillas. Creo que estoy mejor. Me engaño pensando que estoy mejor. Nada me importa salvo estar cerca de Graciela. ¡Mierda, me he enamorado! Sí, debe de ser eso. Como una quinceañera estúpida que no sabe nada de la vida. Como si todo lo que creía simplemente se esfumase a modo de sueño esquivo que no recordaré al despertar. Sé que no tenemos futuro juntas. No me queda tiempo, ni fuerzas, ni ganas para esto, pero... ¡Mierda, la quiero! Lloro sin motivo y el agua tibia de la ducha me consuela. ¿Y yo... qué soy para ella? ¿Una loca que le ayuda en su huida a ninguna parte, una amiga con la que desahogarse, un balón de oxígeno con coche, un salvavidas, una salida?

Aún duerme. Debería despertarla. Anoche, entre risas, se le ocurrió que debíamos cortarnos el pelo igual para que la gente nos confundiera. ¡Como si eso fuera posible! Tenemos rasgos comunes, somos parecidas y le vale mi ropa, pero ella, aparte de unas quince tallas más de pecho, tiene mejor cuerpo. Y más suave, más firme, más joven. Y luego está su luz en los ojos, su boca perfecta, su cara tan expresiva. Supongo que el juego puede ser divertido, aunque no engañaremos a nadie.

—¡Buenos días, mi amor! Dormimos mucho ¿sí?

Sé que es solo una forma de hablar, ¡pero cuesta tan poco dejarse llevar por la imaginación!

—Vamos, marmotilla. ¿No querías ir a la peluquería? No sé si ya habrán cerrado.

—¡Sí, sí, sí! —Salta de la cama—. ¡Vamos, vamos, vamos!

Y está lista en dos minutos. ¡Con qué velocidad se pone guapa mi chica! ¡Ay! Debo aprender a controlar estos pensamientos. Debería tomarme las pastillas, pero me siento tan bien...

Vuelta a la carretera, mimetizadas con el pelo corto de un rojo oscuro casi granate. En contra de lo que pensaba, el parecido es asombroso. Tras una pequeña discusión, nuestra primera pelea, suena un programa de radio donde la gente llama para contar sus penas. A ninguna le gusta demasiado, pero, al parecer, mis tristes canciones la desesperan y a mí las emisoras de cumbia y bachata, como que no me van demasiado. Aunque lo he intentado, no puedo aguantar más de tres canciones seguidas.

Distraída por la riña, me veo conduciendo por una autopista. Lleva un tiempo lloviendo suavemente y el olor a tierra mojada, la monotonía de la radio y esta infinita recta me hacen bajar la concentración. Un par de veces, los zumbidos desde el arcén me avisan de que debo conducir con más cuidado. Graciela ni se inmuta. Recostada en el asiento, con la pierna derecha extendida sobre el salpicadero y la mirada perdida en la nada, más allá del parabrisas, me ofrece su indiferente nuca granate. La voz suave de la locutora continúa dando paso a más y más personajes que se confiesan al dios de las ondas con la valentía que otorga el anonimato y el consuelo de la joven de voz dulce y cálida pero, al mismo tiempo, distante e indiferente, como debe de ser la del oráculo.

Es hora de llenar el depósito, estirar las piernas y comer algo. El aparcamiento, más allá de la gasolinera, está prácticamente vacío. Al otro lado, el restaurante de la marca concesionaria de la autopista garantiza la deseada indiferencia de unos empleados temporales desmotivados. A la vista solo hay un joven vestido con los colores de la empresa y una ridícula gorra. Al fondo, tras el comedor, hay una sala en penumbra donde una serie de amplios sillones de falso cuero ofrecen quince minutos de masaje por tres euros. Dentro hay dos personas que parecen dormir.

Nos sentamos en una mesa cercana al ventanal de la pared para poder ver el exterior. El enfado parece habérsele pasado a Graciela. Se le escapa una sonrisa. Cuando se da cuenta de que la he cazado relajada, vuelve a hacerse la ofendida. Tras un par de fingimientos más, rompe a reír y yo, con ella.

—No discutamos más ¿sí?

—Bueno, eso no puedo prometértelo. —Ahora me hago yo la dura.

—Venga, ¿sí? —Me pone ojitos—. Ya no más hermanitas tontas.

—Huuum —hermanas, eso es lo que somos—. Al menos lo intentaré —solo hermanas.

Mientras comemos, entra un par de hombres y piden algo de beber al camarero, que, al parecer, no tiene lo que quieren y al final les pone unas latas de cerveza. Con la poca luz que hay, apenas se les distingue. Van vestidos con cazadoras de piel, pantalones y zapatos negros y unas gafas de sol innecesarias.

—Mira a esos dos —le indico a Graciela, que está de espaldas a ellos. Se vuelve.

—Voy al baño, ¿sí?

—Voy contigo —digo distraída al buscar un trozo de carne entre la pasta con tomate.

—No, mejor quédate aquí vigilando nuestras cosas, ¿sí?

—¿Qué? Vale, pero no tardes mucho, que yo también tengo que ir.

Me quedo esperando, y no me doy cuenta de cuánto hasta que he terminado de comer y apurado el café. Graciela no vuelve. Miro alrededor. El camarero ha desaparecido junto con los dos hombres que estaban en la barra. La sala de sillones vibradores está vacía. Estoy sola en un restaurante a media luz con los restos de unos malos macarrones a la boloñesa y los posos de un café. Al otro lado de la mesa, un filete apenas troceado, frío, con patatas frías bajo un chorro de mayonesa, un trozo de tarta de queso y la silla de Graciela vacía. Me levanto despacio y me asomo al exterior. El aparcamiento también está vacío. No están los pocos coches que había ni... ¡Mierda, mierda, mierda! ¿Dónde está mi coche? Mis ojos van directos a la mesa: las llaves no están junto a la cartera, donde las he dejado. Ni llaves ni coche ni chica ni nada. ¡No puede ser, mierda! Se me hace un nudo en la garganta solo de pensarlo. Noto cómo las lágrimas quieren brotar. ¡Joder, joder, joder! Esta vez no hay excusa, no hay dónde ir. Esta vez me ha abandonado. Vuelvo a mirar la plaza libre donde estaba mi coche. Se ha ido y se lo ha llevado con toda mi vida dentro mientras yo me quedo aquí a media luz, perdida, llorando, mirando su ausencia como una niña pequeña. Me noto el pulso acelerado. Me fallan las piernas. Noto que se apaga la luz. No, no es la luz; son mis ojos cerrándose. Me estoy desvaneciendo. Caigo. El golpe debería dolerme, pero no siento dolor ni el frío del suelo, ni la angustia, ni mi recuperada soledad. Nada.

CurvasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora