Nueve: Mi única cura.

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Ella

Media tarde del día diecinueve, más exactamente las tres cuarenta y cinco, a partir de las cuatro todos partirían al centro para hacer las últimas compras, y su tiempo límite se extendería hasta pasadas las siete y treinta de la noche, al día siguiente harían su última excursión y llegadas las seis de la tarde partirían a Bs. As.. Pero aún quedaba un día, un largo día. A las diez el comedor abría sus puertas para recibir a todos con sus mejores galas para la cena oficial de egresados que la empresa les ofrecía. Más allá de que te emocionara mil millones de veces menos que a Candela y Eugenia (participarías sólo de la comida, luego te retirarías a tu habitación como cada noche y para tu decepción intuías que sola) había un motivo más importante por el que te sentías sumamente mal.
El día anterior, justo antes de la cena Peter había llegado a tu habitación, donde vos te preparabas para poder decirle que no es una obligación enamorarse de aquel ser al que necesitamos y que confundir dependencia con amor era muy decepcionante, arriesgándote así a que él se diera cuenta que no te amaba, sino que sólo le hacías bien. Y todavía seguías sin entender como entre un enredo (hermoso) de palabras, lo habías dejado sin camisa, y él a vos tan sólo con tu corpiño, cómo habías llegado a ahogarte en un mar de sensaciones, sintiendo que sus dedos sobre tu piel te quemaban y que no deseabas dejar de sentir sus besos y sus caricias nunca, cómo habías disfrutado la presión de su cuerpo contra el tuyo (aunque fuera por poco tiempo) y como habías estado dispuesta a entregarte a él, a un desconocido que te revolucionó, que te dio vuelta con sus besos. Aún podía sentir las mejillas ardiendo al recordar que él te había detenido, que él te había hecho entrar en razón, darte cuenta que no era el momento, que los tiempos eran importante y que, aunque vos no lo recordaras, siempre habían sido más importante para vos. Sentías vergüenza al recordarlo. Vos no querías parar.
Y a partir de ese instante todo había cambiado, un minuto ambos congelaban la imagen de sus cuerpos enlazados, un minuto después todo se había quebrado.
Durante la cena te ignoró por completo, cada vez que querías hablarle te decía que más tarde. Por la tormenta suspendieron la salida al boliche y fueron Candela y Eugenia las que te miraron sorprendidas cuando le dijiste que te quedarías con ellas, que Peter había desaparecido y que con un mensaje (que te respondió por obligación) te avisó que ya había perdido mucho tiempo, que quería disfrutar con sus amigos. Al despertarte y llegar al segundo piso las puerta metálicas del ascensor te revelaron que él no te esperaba para arrinconarte y besarte hasta hacerte perder la cabeza. No apareció durante el desayuno, y al medio día te lo cruzaste recibiendo su rechazo en cuanto lo fuiste a saludar. Ahora bajabas desde tu habitación hasta la recepción con Candela, ambas iban a quedarse un rato allí hasta que se hiciera la hora para ir al centro ya que Eugenia estaba desaparecida. Pero de pronto te diste cuenta que no estaba bueno congelar imágenes, dejarlas grabadas en tu mente y en tu corazón, pegarlas a tus pupilas para verlas a cada segundo, destruyéndote, hundiéndote. Matándote.

-¿Qué hace? –susurró Cande a tu lado. Ambas se habían detenido en seco al darse cuenta del espectáculo ridículo que Juan Pedro estaba dando. Y que tan rápido el sillon de Romeo y Julieta pasó a representar el odio entre dos familias, y no el amor entre dos amantes que no podían estar juntos. Él reía, y la mujer que se sentaba en sus piernas también. Podías reconocerla y una parte tuya te gritó que ese momento se había hecho esperar mucho, que tu tragedia parecía estar escrita desde mucho antes que la de los Montescos y los Capuletos.

Él abrazaba su cintura, como lo había hecho con vos por tanto tiempo. Ella acariciaba su rostro, cómo vos había hecho desde el primer día en ese mismo sillón. Él y ella se hablaban casi entre labios, como hasta la noche anterior habían hecho él y vos. Él y Ella. Y de repente habías dejado de ser ella.
Todos los momentos recopilándose en tu mente. Las palabras, las caricias, los abrazos, los besos. Los millones de besos y el primero, el primer beso y con él. La primera vez y estar dispuesta a que sea con él. Y cada imagen ya no parecía herirte tanto o al menos eso supuso tu cerebro y por eso llegaron las sensaciones. Podías sentir la ligera presión de sus labios por primera vez, sus bocas moviéndose insaciables una contra otra, sintiendo que no era suficiente y sus lenguas bailando la misma melodía para ver si así podían sentirse más. Sus manos curiosas tantas veces bajo tu remera, produciendo cosquillas en tu piel. Los susurros en tu oído haciéndote temblar. Tu piel y la suya tomando contacto, llevándolos al paraíso. Desear detener el tiempo, congelarlo y ahora sentir que no pasaba tan rápido como te gustaría. Tus ojos llenos de lágrimas, tu mandíbula tensionada porque no querías llorar. La voz de Agustín. Te enamoraste de Lali. Explotar. Avanzar hasta él y creer por un segundo que en su mirada había dolor. Ilusa, te gritaste. Las palabras se amontonaron en tu boca dejándote, irónicamente, muda. Ella sonrió con satisfacción y se abrazó más a él. Ignorarla y sólo detenerte en él y que te duela lo que él significa para vos. Cura y enfermedad. Eso era justamente lo que él era. Decirlo todo con tan sólo una mirada, pararte en firme y decidir que no te vas mostrar vencida, porque estaba ella, pero él veía la derrota en tus ojos. Él te conocía. Girar sobre tu propio cuerpo y encaminarte a tu cuarto, sabiendo que él entendió todo.

Mi única curaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora