Lluvia, traición y lágrimas

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Agradecimientos: A mi Beta por siempre apoyarme.

Advertencias: Incesto leve y escenas yuri   



Alyssa seguía mirando sosamente el gran pasillo de su vieja casa con sus pétreos ojos verdes, no estaba interesada en contar las curvas cóncavas del techo de estilo Barroco, ni tampoco en admirar el brillante piso de mármol como lo hacía la aristocracia en sus elegantes reuniones hipócritas que tanto le enfermaban a la escocesa; ella tan solo anhelaba hundirse en aquel profundo lago turbio llamado aburrimiento, estando sentada en el piso, apoyada en una columna con las piernas desparramadas como hielo derretido, Alyssa disfrutaba la poca tranquilidad que tenía después de una tarde muy agotadora llena de tratados y almuerzos con desconocidos; para su propia comodidad usaba ropas ligeras, que no eran apropiadas para las jovencitas de su época, solo se las ponía cuando estaba completamente segura de que nadie la estaba viendo, incluyendo a la servidumbre porque conocía la naturaleza chismosa de los humanos.


Ya había presenciado la muerte pública de una pobre muchacha, a la cual condenaron por usar ropas "masculinas"; fue una excusa, por supuesto, para eliminarla y Alyssa no quería darle más motivos al clero para mandarla a la hoguera, aunque para eliminar a Alyssa Kirkland, la representante de Escocia, tendrían que hacer mucho más que solo quemarla viva.

Las ropas que Alyssa vestía eran muy sencillas, pero con un toque picaresco, consistían en dos botas largas hechas de cuero oscuro, pantalones color café, ni muy apretados ni muy sueltos; una camisa blanca con los dos primeros botones abiertos enseñando su largo cuello y las clavículas blancas cubiertas por los traviesos mechones rojizos de su despeinada cabellera.

"Si esos cuervos* me vieran, de seguro se espantarían tanto que hasta sus ridículas pelucas blancas saltarían por las ventanas".  Dio un corto suspiro, mirando la punta de su bota derecha aburridamente.

—Aunque sería divertido verlos arrancarse los ojos. Yo con mucho gusto los ayudaría, majestades.

Relamió sus pálidos labios, saboreaba con satisfacción imaginarse al rey Jorge III revolcándose en su propia sangre al lado de su detestable corte de cuervos. Definitivamente iba a tener un buen sueño después de aquella maravillosa y escalofriante imagen mental, lista para viajar al reino de los sueños y viejas memorias como la de su padre cuando le cantaba, mirándola fijamente con sus dulces ojos color verde.

Cuando el primer trueno estalló, perforando el manto de la noche como un bordado de oro, la joven supo que sería una larga y agitada tormenta de primavera, aunque no le sorprendía el clima de Londres, sin embargo, aquella tormenta londinense la transportaba a su pasado, cuando apenas era una adolescente que debía dormir en la copa de los árboles frondosos, alejada de los animales salvajes y las lanzas que los humanos usaban para atraparla y lastimarla.

Pero el fastidioso golpeteo desesperado de la puerta principal de su casa cortó como un par de tijeras invisibles los amargos pensamientos de la nación pelirroja.

Dos golpes más a la puerta.

Abrió sus verdosos ojos y frunció una de sus cejas.

—Definitivamente voy a matar al tarado que este tocando... excepto si es un gato— se burló de sí misma.

Era más probable que el mismísimo Luis XVI le esté tocando la puerta con un traje de mucama a que un adorable gatito esponjoso la esperara afuera de la puerta con un cartel a su lado diciendo ADÓPTAME ; sin embargo, la esperanza es lo último que podía perder.

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