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En septiembre del año pasado no había virus, no había manto, no había peligro. Las vidas de todos transcurrían normalmente. La primavera empezaba y como pasa siempre en septiembre, las cosas florecen.

Ahí fue donde conocí a Laura. Todo el año habíamos compartido el mismo colectivo para ir y volver de la facultad, pero recién en septiembre se me ocurrió mirarla bien, prestarle atención, darme cuena que cargaba libros de derecho y leyes. Que llevaba siempre una pulsera que tenía notas musicales y no usaba aros, pero tenía la marca en los lóbulos de la oreja de que alguna vez lo había hecho. No se maquillaba, no sé por qué, nunca se lo pregunté, pero desde mi punto de vista así era perfecta.

A la semana de haberle prestado atención, comencé a pararme o sentarme cerca de ella en el colectivo. Así fue que me enteré que escuchaba rock de la década de los sesenta, cosas que solo mi papá escuchaba durante las fiestas. Pude observar que se pintaba las uñas una vez a la semana y no le importaba si se le empezaba a despegar el esmalte, si le daba verguenza solo se metía las manos en los bolsillos y listo. Una vez la escuché hablar por teléfono con un familiar entonces supe como era su voz. Tenía un tinte muy serio y autoritario, algo que probablemente le vendría muy bien a una futura abogada.

Me gustaría decir que nuestra primera conversación fue una genial y memorable. Genial no, memorable sí.

—¿Podés dejar de seguirme? ¡Hace un mes que te sentás al lado mío! ¿Qué querés?

Todo el colectivo escuchó eso. No tardó en acercarse un hombre de unos cincuenta años tal vez, de una contextura física mucho más superior a la mía. La sangre desapareció de mi cara e instantáneamente sentí un nudo incómodo en el estómago.

—Disculpe, este chico la está molestando, ¿cierto?

Miré al frente, mi mirada se encontró con la del chofer a través del espejo retrovisor que está en el centro del parabrisas. Lo único que podía hacer era levantarme y bajarme del colectivo donde sea que estuviera, era mejor a que me lincharan entre todos los pasajeros.

Me aclaré la garganta.

—No estoy molestándola. Somos amigos, ¿no? —la miré y apoyé una mano en su hombro. Inmediatamente me di cuenta de mi error y la saqué.

—¿Señorita?

La señorita habrá notado lo pálido que estaba y el riesgo en el que quizá me había puesto explotando de esa manera.

—Es cierto, está conmigo —dijo ella finalmente y pude respirar.

—¿Segura?

—Si, señor, no pasa nada, muchas gracias por su preocupación.

El señor se apartó y después ella se dirigió a mí en voz baja.

—La pena por acoso es de seis meses a dos años de prisión, pero creo que la cara que pusiste recién fue suficiente retribución por acosarme. —Terminó con una sonrisa maliciosa.

Quizá era cierto, quizá si la estaba acosando o ella estaba exagerando, no lo sé. La verdad, es una de esas cosas que recuerdo a la noche cuando no puedo dormir y mi mente empieza a traer situaciones en las que pasé verguenza. Esta contó como una de las más grandes de mi vida.

Inspiré profundamente y me aclaré la garganta otra vez.

—Gracias, solamente quería...

—¿Cuánto tiempo más ibas a seguir con ese juego?

Me quedé sin palabras de nuevo, levanté la vista para mirarla y se estaba riendo. Se estaba burlando de mi, y por primera vez pude verla bien a los ojos, y me sentí un estúpido. Por no haberle hablado antes, y por pasar tanto tiempo perdiéndome esa vista y esa sonrisa. Cada minuto que pasé mirándola a la distancia fui un verdadero idiota. Hoy me arrepiento de no hablerle hablado antes y de haber tenido la chance de pasar más tiempo con ella antes que todo explotara.

EpidémicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora