Emily miró fijamente el teclado, intentando obligar a sus dedos a moverse, a que hicieran algo, lo que fuera. Recibió otro correo electrónico en su bandeja de entrada y lo miró, inexpresiva. El ruido de las conversaciones de la oficina le entraba por un oído y le salía por el otro. No conseguía concentrarse; se sentía aturdida, y la noche de insomnio que había pasado en el sofá lleno de bultos de Amy no había ayudado precisamente.
Su jornada de trabajo había empezado hacía una hora, pero no había conseguido hacer nada más que encender su ordenador y tomarse una taza de café. Su mente estaba consumida por completo por los recuerdos de la noche anterior, con el rostro de Ben apareciendo sin cesar en su cabeza. Cada vez que recordaba la atrocidad de la cena la recorría una ligera sensación de pánico.
Su teléfono empezó a parpadear y lo miró de reojo para descubrir que el nombre que aparecía en la pantalla era el de Ben, por undécima vez. La estaba llamando otra vez, aunque Emily no había respondido a ninguna de sus llamadas. ¿De qué podrían hablar a aquellas alturas? Ben había tenido siete años para decidir si quería estar con ella o no. Un intento en el último segundo no iba a servir de nada.
El teléfono de su mesa empezó a sonar, haciendo que diese un salto antes de contestar.
―¿Sí?
―Hola Emily, soy Stacey de la planta quince. Tengo apuntado que tenías que asistir a la reunión de esta mañana, y quería comprobar por qué no has ido.
―¡Mierda! ―exclamó Emily, colgando con un golpe. Se había olvidado por completo de la reunión.
Se levantó a toda prisa de su mesa y cruzó corriendo la oficina en dirección al ascensor. Su frenesí pareció divertir a sus compañeros, quienes empezaron a susurrar entre ellos como niños. Emily golpeó el botón del ascensor con la palma de la mano.
―¡Venga, venga, venga!
Tardó una eternidad, pero por fin llegó el ascensor. Emily fue a entrar corriendo nada más se abrieron las puertas, pero chocó de lleno contra alguien que estaba saliendo. Dio un paso atrás con un jadeo y se percató de que la persona con la que había chocado era Izelda, su jefa.
―Lo siento mucho ―tartamudeó.
Izelda la miró de arriba abajo.
―¿El qué sientes, exactamente? ¿Chocar conmigo, o faltar a la reunión?
―Las dos cosas ―dijo Emily―. Ahora mismo iba para allá. Me he olvidado por completo.
Notaba todos los ojos de la oficina fijos en su espalda. Lo último que necesitaba en aquel momento era una dosis de humillación pública, precisamente algo de lo que Izelda disfrutaba inmensamente.
―¿Tienes una agenda? ―pregunto ésta con frialdad, cruzándose de brazos.
―Sí.
―¿Y sabes cómo funciona? ¿Sabes escribir?
Oyó como la gente intentaba contener la risa tras ella. Su instinto inicial fue encogerse como una flor marchita al tener que hacer frente a lo que para ella era su peor pesadilla, que la dejaran en ridículo frente a los demás, pero al igual que había pasado la noche anterior en el restaurante una repentina sensación de claridad la invadió. Izelda no era ninguna figura de autoridad a la que tuviera que adorar y obedecer en absolutamente todo; no era más que una mujer amargada que volcaba su ira sobre todo el que se pusiera a su alcance. Y esos compañeros que estaban susurrando tras ella no tenían ninguna importancia.
Una repentina oleada de comprensión la recorrió. Ben no había sido el único factor que no le gustaba de su vida. También detestaba su trabajo, y a aquella gente, y a la oficina, y a Izelda. Llevaba atrapada allí años, igual que había estado atrapada con Ben, y no pensaba seguir soportándolo.
―Izelda ―dijo, dirigiéndose a su jefa por su nombre y no su apellido por primera vez―. Voy a ser sincera contigo: he faltado a la reunión, se me ha olvidado. Hay cosas peores en el mundo.
Izelda la fulminó con la mirada.
―¡Cómo te atreves! ―ladró―. ¡Te tendré trabajando en tu mesa hasta medianoche durante el próximo mes hasta que aprendas el valor de ser puntual!
Pasó junto a Emily tras decir aquello, chocando contra su hombro como si pretendiera marcharse. Estaba claro que para ella el tema estaba zanjado.
Pero no para Emily.
Extendió la mano y sujetó a Izelda por el hombro, frenándola.
Izelda se giró con una mueca y se quitó su mano de encima como si la acabara de morder una serpiente.
Pero Emily no cedió.
―No he acabado ―continuó, manteniendo un tono de voz completamente tranquilo―. Lo peor del mundo es este sitio. Eres tú. Es este estúpido trabajo devora almas.
―¿Perdona? ―gritó Izelda, con el rostro poniéndosele rojo de ira.
―Ya me has oído ―contestó Emily―. De hecho, estoy segura de que todo el mundo me ha oído.
Miró por encima del hombro a sus compañeros de trabajo, que le devolvieron la mirada estupefactos. Nadie se había esperado que la tranquila y obediente Emily explotara de aquel modo. Recordó la advertencia de Ben de la noche anterior de que «estaba montando una escena», y allí estaba ahora, montando otra. Pero aquella vez lo estaba disfrutando.
―Así que puedes coger tu trabajo, Izelda ―añadió―, y metértelo por el culo.
Casi pudo oír los jadeos a su espalda.
Apartó a Izelda de un empujón y entró en el ascensor, dándose la vuelta. Al pulsar el botón de la primera planta se percató con un alivio inmenso de que aquella sería la última vez que lo haría, y se quedó mirando la escena que conformaban sus estupefactos compañeros, todos ellos mirándola, hasta que las puertas se cerraron. Soltó un enorme suspiro, sintiéndose más libre y ligera de lo que nunca se había sentido.
*
Subió corriendo las escaleras hasta su apartamento, aunque ahora veía que en realidad no era su apartamento, nunca lo había sido. Siempre había sentido que vivía en el espacio de Ben, que necesitaba hacer su presencia tan pequeña y poco intrusiva como fuera posible. Manoseó las llaves, agradecida de que Ben estuviera trabajando y no tuviera que lidiar con él.
Entró y examinó el apartamento con nuevos ojos. Nada de lo que había dentro le gustaba. Todo pareció cobrar un nuevo significado: el horrible sofá que Ben y ella habían discutido sobre si comprar o no, discusión que él había ganado; la estúpida mesita del café que ella había querido tirar porque una de las patas era más corta que el resto y siempre se tambaleaba, pero con la que Ben estaba encariñado por «razones sentimentales», así que se la habían quedado; la televisión demasiado grande que había costado demasiado y que ocupaba demasiado espacio, pero que Ben había insistido en que necesitaba para ver sus partidos, puesto que era «lo único» que lo mantenía cuerdo. Emily sacó un par de libros de la estantería, notando como sus novelas románticas se habían visto relegadas a las sombras del estante inferior por el miedo de Ben a que sus amigos pensasen que tener novelas románticas en la estantería lo hacía menos intelectual. Él siempre argumentaba que sus preferencias se inclinaban más hacia los textos académicos y la filosofía, aunque nunca parecía leer nada en absoluto.
Miró de reojo las fotografías que había sobre la repisa de la chimenea para ver si había algo que valiese la pena quedarse, y le sorprendió comprobar que todas en las que aparecía incluían también a la familia de Ben. Allí estaban en el cumpleaños de su sobrina, y allí en la boda de su hermana. No había ni una sola fotografía de Emily con su madre, la única persona que conformaba su familia, y mucho menos de Ben con ambas. De repente fue consciente de que había sido ajena a su propia vida. Llevaba años siguiendo el camino de otra persona en lugar de forjar el suyo propio.
Cruzó a zancadas el apartamento y fue al baño, donde estaban las únicas cosas que le importaban de verdad: sus agradables productos de baño y maquillaje. E incluso aquello era un problema para Ben, quien se quejaba constantemente de todos los potingues de Emily, lamentándose por el malgasto de dinero que suponían.
―¡Es mi dinero y lo gasto como quiero! ―le gritó Emily a su reflejo, metiendo todas sus pertenencias en un neceser.
Sabía que debía de parecer una loca, correteando por el baño y metiendo botellas de champú medio llenas en su bolso de cualquier manera, pero no le importaba. Su vida con Ben no había sido más que una mentira, y quería salir de ella lo más rápido posible.
Después pasó al dormitorio y sacó su maleta de debajo de la cama, llenándola a toda prisa con su ropa y zapatos. En cuanto acabó de recoger sus cosas lo arrastró todo hasta la calle, donde llevó a cabo el último gesto simbólico: volvió al apartamento y dejó su llave sobre la mesita del café «sentimental» de Ben, tras lo cual se marchó para no volver.
La magnitud de lo que acababa de hacer no la golpeó de lleno hasta que estuvo de pie en la acera. Había conseguido quedarse sin trabajo y sin casa en cuestión de horas. Volver a estar soltera era una cosa, pero tirar toda su vida por la borda era otra muy distinta.
Pequeñas oleadas de pánico empezaron a recorrerla, y las manos le temblaron cuando sacó el teléfono y marcó el número de Amy.
―Ey, ¿qué pasa? ―dijo ésta.
―He hecho una locura ―contestó Emily.
―Adelante...
―He dejado mi trabajo.
Oyó como Amy exhalaba al otro lado de la línea.
―Oh, gracias a Dios ―dijo la voz de su amiga―. Creía que ibas a decirme que habías vuelto con Ben.
―No, no, todo lo contrario. Acabó de hacer las maletas y de irme. Estoy de pie en la calle como una pordiosera.
Amy soltó una carcajada.
―Ahora mismo tengo una imagen mental maravillosa.
―¡Esto no tiene gracia! ―replicó Emily, más presa del pánico que nunca―. ¿Qué voy a hacer ahora? He dejado mi trabajo. ¡Sin trabajo no conseguiré un piso!
―Tienes que admitir que sí que tiene un poco de gracia ―dijo Amy, todavía riéndose entre dientes―. Tú tráelo todo aquí ―añadió como si nada―. Sabes que puedes quedarte conmigo hasta que pongas las cosas en orden.
Pero Emily no quería hacerlo. Se había pasado básicamente años viviendo en el hogar de otra persona, sintiéndose como si fuera una invitada en su propia casa, como si Ben le estuviera haciendo un favor al permitirle estar en su presencia. No quería seguir viviendo aquella situación; necesitaba forjarse una vida propia, ser fuerte por sí misma.
―Aprecio la oferta ―dijo―, pero necesito arreglármelas por mí misma durante una temporada.
―Lo entiendo ―contestó Amy―. ¿Entonces qué? ¿Vas a dejar la ciudad durante un tiempo? ¿Para despejarte las ideas?
Aquello hizo que Emily empezase a pensar. Su padre tenía una casa en Maine en la que habían pasado los veranos cuando era niña, pero que había permanecido vacía desde que su padre había desaparecido veinte años atrás. Era vieja, con mucha personalidad y en cierto momento había sido preciosa en un sentido histórico. Se había parecido más a una amplia pensión con la que su padre no había sabido qué hacer que a un casa.
En aquel entonces ya había estado en unas condiciones bastante difíciles, y Emily sabía que ahora no estaría precisamente mejor, no después de veinte años sin cuidados. Y tampoco sería lo mismo ahora que la casa estaría vacía y que ella ya no era una niña. ¡Y eso sin mencionar que sus alojamientos habían sido en verano y ahora era febrero!
Pero aun así, de repente la idea de pasar algunos días sentada en el porche, mirando el océano en un lugar que fuera suyo, al menos un poco, se le antojó de lo más romántica. Pasar un fin de semana fuera de Nueva York sería un buen modo de aclararse las ideas e intentar pensar en el paso siguiente.
―Tengo que irme ―dijo.
―Espera ―respondió Amy―. ¡Dime a dónde vas primero!
Emily respiró profundamente.
―Me voy a Maine.