Capitulo 8

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Emily se despertó temprano a la mañana siguiente completamente desorientada. No había mucha luz en el dormitorio gracias a los tablones de la ventana, y le hizo falta un momento para recordar dónde estaba. Los ojos se le ajustaron poco a poco a la penumbra y la habitación empezó a materializarse a su alrededor, ayudándola a situarse: Sunset Harbor. La casa de su padre.
Pasó un segundo antes de que también recordarse que no tenía trabajo, ni casa, y que estaba completamente sola.
Arrastró su cuerpo agotado fuera de la mañana. El aire de la mañana era frío, y su aspecto en el polvoriento espejo del tocador la alarmó: tenía la cara hinchada por las lágrimas que había vertido la noche anterior, y la piel tensa y pálida. Pensó súbitamente que al final no había comido nada durante todo el día; lo único que había tomado había sido la taza de té preparado al fuego que le había ofrecido Daniel.
Dudó por un momento junto al espejo, mirando el reflejo de su cuerpo que le ofrecía el cristal viejo y sucio mientras su mente revivía la pasada noche: la calidez del fuego y ella sentada frente a la chimenea con Daniel bebiendo té, Daniel burlándose de su incapacidad de cuidar de la casa. Recordó el modo en que éste había tenido el cabello cubierto de copos de nieve cuando Emily había abierto la puerta y se lo había encontrado, y cómo Daniel había vuelto a adentrarse en la ventisca, desapareciendo en la negrura de la noche con la misma rapidez con la que había llegado.
El gruñido de su estómago la sacó de sus pensamiento y de vuelta al presente. Se vistió a toda prisa, aunque la blusa arrugada resultaba demasiado fina para el aire frío, así que se arropó los hombros con la manta polvorienta de la cama, tras lo cual salió del dormitorio y bajó las escaleras descalza.
En el piso de abajo todo estaba sumido en el silencio. Miró por el cristal ahumado de la entrada y le sorprendió ver que la tormenta no había desaparecido durante la noche y la nieve se acumulaba hasta una altura de casi un metro, convirtiendo el mundo exterior en una blancura lisa e inmóvil que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Emily no había visto tanta nieve en su vida.
Llegó a distinguir las huellas que había dejado un pájaro al saltar por el camino de entrada, pero aparte de éstas no había ninguna marca sobre el manto de nieve. Tenía un aire de calma, pero al mismo tiempo de desolación, y le recordó a Emily su situación de soledad.
Era consciente de que atreverse a salir fuera no era una opción, así que decidió explorar la casa y ver qué había dentro, si es que había algo. La noche anterior todo había estado tan sumido en la oscuridad que no había podido ver mucho, pero ahora la luz de la mañana hacía que la tarea fuera algo más sencilla. Primero de todo fue a la cocina, dejándose llevar por su estómago y sus quejidos.
La cocina estaba en peor estado de lo que se había fijado la noche anterior al pasar por ella. El frigorífico, un Prestcold original color crema de los años cincuenta que su padre había encontrado en un mercadillo un verano, no funcionaba. Emily intentó recordar si había llegado a hacerlo alguna vez o si simplemente había sido otra fuente de molestias para su madre, otro de los trastos con los que su padre había llenado la casa. Recordaba que de niña la colección de su padre le había parecido aburrida, pero ahora atesoraba aquellos recuerdos y se aferraba a ellos con todas sus fuerzas.
Dentro del frigorífico no encontró nada aparte de un olor horrible. Cerró rápidamente la puerta, accionando la palanca de cierre antes de pasar a rebuscar en los armarios. En ellos encontró una vieja lata de maíz con la etiqueta descolorida por el sol hasta tal punto que resultaba imposible leerla y una botella de vinagre de malta. Consideró brevemente prepararse algo de comer con ambas cosas, pero decidió que no había alcanzado todavía aquel punto de desesperación, y de todos modos el abrelatas se había oxidado tanto que resultaba imposible abrirlo, así que incluso de haber estado dispuesta, no habría podido abrir el maíz.
Después pasó a la alacena, donde estaban la lavadora y la secadora. La habitación estaba oscura, y la pequeña ventana de la misma cubierta con un tablón de madera como todas las demás de la casa. Presionó uno de los botones de la lavadora y no le sorprendió descubrir que no funcionaba. Cada vez más frustrada con su situación, decidió ponerse manos a la obra; se subió al aparador e intentó arrancar el tablón de la ventana. Resultó ser más difícil de lo que se había esperado, pero estaba decidida. Tiró y tiró, usando toda la fuerza de sus brazos, y por fin la madera empezó a crujir. Dio un último tirón y la tabla cedió, soltándose por completo del marco de la ventana, pero Emily había usado tanta fuerza que se cayó del aparador y la pesada pieza de madera le resbaló de entre las manos, volando hacia el cristal. Oyó el sonido de la ventana rompiéndose al mismo tiempo que caía al suelo, quedándose sin aire en los pulmones por el golpe.
Un aire helado invadió la alacena y Emily gimió, sentándose y comprobándose el cuerpo para asegurarse de que no se había roto nada. Se sentía la espalda dolorida. Se la frotó mientras miraba de reojo la ventana rota que ahora dejaba pasar una luz débil. Le frustró ser consciente de que, en su intento de solucionar un problema, sólo había conseguido ponerse las cosas todavía más difíciles.
Tomó una profunda bocanada de aire y se puso en pie, recogiendo con cuidado la tabla allí donde había caído y haciendo que más trozos de cristal acabasen en el suelo y se astillaran, e inspeccionó la madera, viendo que los clavos estaban completamente doblados. Incluso si lograba dar con un martillo, cosa que dudaba, no conseguiría volver a enderezarlos. Y entonces vio que había conseguido partir el marco de la ventana al arrancar el tablón; habría que reemplazarlo por completo.
Tenía demasiado frío como para quedarse más tiempo en la alacena; a través de la ventana, el mismo paisaje de nieve blanca sin fin le hizo frente. Recogió la manta del suelo y volvió a echársela sobre los hombros antes de salir de allí y dirigirse al salón. Al menos allí podría prender un fuego y calentarse un poco los huesos.
En el salón el agradable aroma de madera quemada seguía prendido en el aire. Emily se acuclilló junto a la chimenea y empezó a amontonar yesca y madera en una pirámide. Esta vez se acordó de abrir la trampilla del conducto y se sintió aliviada cuando la primera llama cobró vida.
Apoyó su peso sobre los talones y se calentó las manos heladas, percatándose de que la olla en la que Daniel había preparado el té seguía junto a la chimenea. La noche anterior no se había molestado en ordenar nada, y tanto la olla como las tazas seguían exactamente donde las habían dejado. El recuerdo de Daniel y ella tomando té y hablando sobre la vieja casa cobró vida en su mente. El estómago le gruñó, recordándole el hambre que tenía, y Emily decidió preparar un poco de té justo como Daniel le había mostrado bajo el razonamiento de que al menos serviría para calmarle un poco el estómago.
Justo acababa de volver a poner la olla al fuego cuando oyó el sonido de su móvil sonando desde algún lugar de la casa. Era un sonido familiar, pero oírlo levantando ecos por los pasillos le hizo dar un salto. Lo había dado como caso perdido al ver que no tenía señal, y descubrir ahora que estaba sonando fue toda una sorpresa.
Se puso en pie a toda prisa, abandonado el té, y siguió el tono de llamada hasta encontrarlo en el mueble de la entrada. La llamada era de un número desconocido, y respondió ligeramente desconcertada.
―Oh, eh, hola ―dijo una voz masculina y de edad avanzada al otro lado―. ¿Es usted la mujer que está en el número quince de West Street? ―La conexión era bastante mala y la voz del hombre débil e indecisa, lo que la hacía casi inaudible.
Emily frunció el ceño, confundida por la llamada.
―Sí. ¿Quién es?
―Me llamo Eric. Yo, er, me encargo de las entregas de aceite en las propiedades de la zona. He oído que se estaba quedando en esa vieja casa y he pensado que quizás sería una buena idea pasarme para hacerle una entrega. Quiero decir, si es que usted, eh, la necesita.

Por ahora y siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora