Capitulo 4

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Por suerte eso fue exactamente lo que pasó y la camioneta se detuvo justo detrás de su coche, expulsando humo por el tubo de escape en el ambiente helado e iluminando los copos de nieve con los faros.
La puerta del conductor se abrió con un crujido y dos botas pesadas se posaron sobre la nieve. Emily sólo podía ver la silueta de la persona que tenía delante, y durante un momento fue presa de un pinchazo de pánico ante la posibilidad de haberle pedido al asesino de la zona que se parase a ayudarla.
―Tienes problemas, ¿verdad? ―oyó cómo decía la voz áspera de un hombre mayor.
Emily se frotó los brazos, notando la piel de gallina incluso a través de la blusa, e intentó no temblar, aunque se sintió agradecida de que se tratase de un anciano.
―Sí. No sé qué ha pasado ―contestó―. El motor ha empezado a hacer ruidos raros y se ha parado sin más.
El hombre se acercó más, revelando por fin su rostro bajo los faros de la camioneta. Era muy mayor, con el cabello blanco y denso y la cara cubierta de arrugas. Tenía los ojos oscuros, aunque destellaban de curiosidad mientras examinaba tanto a Emily como al coche.
―¿No sabes qué ha pasado? ―preguntó, riéndose en voz baja―. Yo te diré lo que ha pasado: ese coche no es más que un montón de chatarra. ¡Me sorprende que hayas conseguido que el motor encienda siquiera! No parece que hayan estado cuidando de él, ¿y tú has decidido sacarlo a pesar de la nieve?
Emily no estaba de humor para que se rieran de ella, especialmente cuando sabía que el anciano tenía razón.
―En realidad vengo de Nueva York. Ha aguantado perfectamente durante ocho horas ―replicó, sin conseguir contener la brusquedad de su voz.
El hombre no volvió a ponerla en evidencia y Emily se quedó allí de pie mirándolo, con los dedos cada vez más adormecidos mientras esperaba a que el hombre le ofreciese alguna clase de ayuda, pero éste parecía más interesado en pasearse alrededor de su viejo coche lleno de óxido, golpeando los neumáticos con la punta de la bota y descascarillando un poco de pintura con las uñas mientras chasqueaba la lengua y sacudía la cabeza. Levantó el capó y examinó el motor durante un largo minuto, murmurando de vez en cuando para sí.
―¿Y bien? ―preguntó Emily al fin, exasperada por su lentitud―. ¿Qué le pasa?
El hombre alzó la mirada del motor casi sorprendido, como si se hubiese olvidado de su presencia, y se rascó la cabeza.
―Está averiado.
―Eso ya lo sé ―dijo Emily malhumorada―. ¿Pero puede hacer algo para arreglarlo?
―Oh, no ―contestó el hombre con una risita―. Nada en absoluto.
A Emily le dieron ganas de gritar. La falta de comida y el cansancio que había provocado el largo viaje estaban empezando a afectarla, dejándola cerca de las lágrimas. Lo único que quería era llegar a la casa para poder dormir.
―¿Qué voy a hacer? ―dijo, sintiéndose desesperada.
―Bueno, tienes un par de opciones ―contestó el anciano―. Puedes ir andando hasta el taller, que está a un kilómetro y medio más o menos en esa dirección. ―Señaló la carretera por la que había llegado Emily con unos dedos rechonchos y arrugados―. O podría remolcarte hasta donde sea que estés yendo.
―¿Lo haría? ―dijo Emily, sorprendida por su amabilidad. Era algo a lo que no estaba acostumbrada después de tanto tiempo viviendo en Nueva York.
―Claro ―dijo el anciano―. No voy a dejarte aquí en mitad de la noche y con una tormenta. He oído que empeorará durante la próxima hora. ¿A dónde vas exactamente?
Emily se vio superada por la gratitud.
―Al número quince de West Street.
El hombre ladeó la cabeza con curiosidad.
―¿Al número quince de West Street? ¿A esa casa vieja y destartalada?
―Sí ―dijo Emily―. Pertenece a mi familia. Necesitaba algo de tranquilidad y tiempo a solas.
El anciano sacudió la cabeza.
―No puedo dejarte allí. Esa casa se cae a pedazos; dudo que no esté llena de goteras. ¿Por qué no vienes a la mía? Mi esposa Bertha y yo vivimos encima de la tienda, y sería un placer contar contigo como invitada.
―Eso es muy amable de su parte ―respondió Emily―. Pero lo que realmente quiero ahora mismo es estar sola. Así que, si pudiera remolcarme hasta West Street, lo apreciaría mucho.
El anciano la miró durante un momento antes de ceder.
―De acuerdo, señorita. Si insistes.
Emily sintió una enorme sensación de alivio cuando el hombre volvió a meterse en su camioneta y llevó el vehículo hasta delante del suyo, y se quedó mirando cómo sacaba una gruesa cuerda de la parte trasera y la ataba a ambos coches.
―¿Quieres ir en la camioneta conmigo? ―le preguntó el anciano―. Al menos tengo calefacción.
Emily sonrió a duras penas pero negó con la cabeza.
―Preferiría...
―Estar sola ―acabó el hombre por ella―. Lo entiendo. Lo entiendo.
Emily volvió a subirse a su coche, preguntándose qué clase de impresión debía de haber dejado en el anciano. El hombre debía de pensar que estaba un poco loca apareciendo a medianoche de aquel modo, nada preparada y sin contar con la ropa adecuada para aquel clima cuando había una nevada en ciernes, exigiendo además que la llevasen a una casa destrozada y abandonada para poder estar completamente a solas.
La camioneta cobró vida y notó cómo tiraba de su coche, remolcándolo, así que se puso cómoda en su asiento y miró por la ventanilla mientras avanzaban.
La camioneta cobró vida y notó cómo tiraba de su coche, remolcándolo, así que se puso cómoda en su asiento y miró por la ventanilla mientras avanzaban.
La carretera que cubría el último kilómetro de su viaje tenía el parque nacional a un lado y el océano al otro, y Emily llegó a ver el mar y las olas rompiendo contra las rocas a través de la oscuridad y la cortina de nieve que seguía cayendo. Más allá el océano desaparecía de la vista a medida que se adentraban en el pueblo, pasando de largo junto a hoteles y moteles, compañías de tours en barco y campos de golf, sobrepasando las zonas más edificadas, aunque para Emily no le parecía que hubiese demasiado en comparación con Nueva York.
Y entonces entraron en West Street y el corazón le dio un vuelco cuando pasaron junto a la gran casa de ladrillos rojos y cubierta de hiedra de la esquina. Tenía exactamente el mismo aspecto que había tenido la última vez que había estado allí, veinte años atrás. Pasaron junto a la casa azul, la casa amarilla y la blanca, y Emily se mordió el labio a sabiendas de que la siguiente sería la suya, la casa de losas grises.
En cuanto apareció frente a ella la sacudió una sobrecogedora sensación de nostalgia. La última vez que había estado allí había tenido quince años y el cuerpo inundado de hormonas ante la perspectiva de un romance veraniego. Nunca había llegado a tenerlo, pero recordaba cómo la había golpeado la emoción ante aquella simple posibilidad.
La camioneta se detuvo y su coche hizo otro tanto.
Los neumáticos ni siquiera habían dejado de girar cuando salió del coche, deteniéndose sin aliento frente a la casa que en una ocasión había pertenecido a su padre. Le temblaban las piernas, y no sabía si era de alivio por haber llegado al fin o de emoción al volver tras tantos años. Pero aunque el resto de las casas de la calle no parecían haber cambiado, la de su padre no era más que una sombra de su antigua gloria. Las contraventanas, blancas en una ocasión, estaban ahora llenas de polvo y cerradas en lugar de abiertas, haciendo que la casa pareciera menos acogedora de lo que solía ser. La hierba del amplio jardín en el que había pasado días de verano eternos leyendo novelas estaba sorprendentemente bien cuidada, y los pequeños setos a ambos lados de la puerta principal se veían podados, pero la casa en sí... Ahora entendía la expresión sorprendida del anciano cuando le había dicho que era allí a donde se dirigía. Parecía tan descuidada, tan poco querida y cayendo en el abandono. Le entristeció ver lo mucho que había decaído aquella preciosa casa antigua a lo largo de los años.
―Bonita casa ―dijo el anciano, deteniéndose junto a ella.
―Gracias ―respondió Emily casi en trance, con los ojos fijos en el viejo edificio. La nieve flotaba a su alrededor―. Y gracias por traerme de una pieza ―añadió.
―No es nada ―dijo el anciano―. ¿De verdad quieres quedarte aquí esta noche?
―De verdad ―contestó ella, aunque en realidad empezaba a preocuparle que ir allí pudiese haber sido un tremendo error.
―Deja que te ayude con las maletas ―ofreció el hombre.
―No, no ―dijo Emily―. Sinceramente, ya ha hecho bastante. A partir de aquí puedo ocuparme yo. ―Rebuscó en el bolsillo hasta encontrar un billete arrugado―. Tenga, por la gasolina.
El hombre miró el billete y volvió a alzar la mirada hacia ella.
―No voy a aceptarlo ―se negó con una sonrisa amable―. Quédate tu dinero. Si de verdad quieres compensarme, ¿por qué no nos visitas a Bertha y a mí durante tu tiempo aquí y tomas un café y un poco de tarta con nosotros?
Emily sintió un nudo en la garganta y volvió a guardar el billete. La amabilidad de aquel hombre le resultaba tan sorprendente tras la hostilidad de Nueva York.
―¿Cuánto planeas quedarte, por cierto? ―preguntó éste, pasándole un trozo de papel en el que había escrito su número de teléfono y su dirección.
―Sólo el fin de semana ―dijo Emily, aceptando la nota.
―Bueno, si necesitas algo sólo tienes que llamarme. O pasarte por la gasolinera en la que trabajo; está junto a la tienda. Es imposible no verla.
―Gracias ―repitió Emily con toda la sinceridad que consiguió reunir.
La quietud volvió a rodearla tan pronto como el sonido del motor de la camioneta se desvaneció. La nieve caía con más fuerza, sumiendo al mundo en un silencio difícil de superar.
Emily volvió a su coche y sacó sus cosas antes de recorrer el camino de entrada con la pesada maleta entre los brazos y el pecho cada vez más lleno de emoción. Se detuvo al llegar a la puerta, examinando el conocido pomo desgastado y recordando cómo su mano lo había girado un millar de veces. Quizás ir hasta allí sí que había sido una buena idea al fin y al cabo. Curiosamente, no pudo evitar sentir que estaba exactamente en el lugar en el que debía estar.

Por ahora y siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora