Capitulo 3

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Tuvo que pasar por varias líneas de metro para llegar al aparcamiento a largo plazo de Long Island, donde se encontraba abandonado su viejo y destartalado coche. Habían pasado años desde la última vez que lo había conducido, puesto que Ben siempre se había autodenominado conductor para poder jactarse de su precioso Lexus, y Emily se preguntó, mientras cruzaba el enorme aparcamiento lleno de sombras arrastrando la maleta tras de sí, si todavía sería capaz de conducir siquiera. Aquella era otra de las cosas que había dejado que se perdiese a lo largo de su relación.
El simple viaje para llegar a aquel aparcamiento en las afueras de la ciudad ya se le había hecho eterno. Se acercó a su coche, levantando ecos en frío aparcamiento con cada paso que daba, casi demasiado cansada para continuar.
¿Estaba cometiendo un error?, se preguntó. ¿Debería dar media vuelta?
―Ahí está.
Emily se giró y vio al guardia del aparcamiento sonriendo a su coche medio destrozado casi con pena. El hombre extendió la mano y sacudió las llaves en el aire.
La idea de que todavía le quedaban ocho horas en coche por delante era abrumadora, imposible. Se sentía agotada, tanto física como emocionalmente.
―¿Va a cogerlas? ―preguntó al fin el guardia.
Emily parpadeó; no se había dado cuenta de que se había quedado mirando a la nada.
Se quedó inmóvil por un instante, a sabiendas de que aquél era un momento decisivo. ¿Cedería y volvería corriendo a su antigua vida?
¿O sería lo bastante fuerte como para seguir adelante?
Al final se sacudió aquellos pensamientos oscuros de encima y se obligó a ser fuerte, al menos por ahora.
Aceptó las llaves y se acercó triunfante hacia su coche, intentando mostrar valentía y confianza mientras el guardia se alejaba, pero en realidad la ponía nerviosa la posibilidad de que el motor ni siquiera fuera a encenderse. Y que, si lo hacía, ella misma no recordase cómo conducir.
Se sentó en el coche helado, cerró los ojos y giró la llave en el contacto. «Si el motor enciende», se dijo, «será una señal. Si está muerto, volveré sobre mis pasos».
Detestaba admitirlo incluso para sí misma, pero esperaba en secreto que la batería estuviese muerta.
Giró la llave.
El motor cobró vida.

*

Fue una gran sorpresa y consuelo descubrir que, aunque era una conductora algo errática, todavía recordaba todo lo básico. Lo único que tenía que hacer era pisar el acelerador y conducir.
Resultaba liberador ver pasar el mundo a toda velocidad a su alrededor, y poco a poco empezó a desprenderse de su anterior estado de ánimo. Incluso encendió la radio cuando se acordó de que había una.
Emily aferró con fuerza el volante, con la radio a todo volumen y las ventanillas bajadas. En su mente configuraba la imagen de una glamurosa sirena de los años cuarenta en una película en blanco y negro, con el viento agitando su peinado perfectamente arreglado, pero en el mundo real el aire frígido de febrero le estaba dejando la nariz tan roja como una baya y el cabello convertido en un desastre encrespado.
No tardó mucho en salir de la ciudad, y cuanto más al norte se adentraba, más pinos rodeaban la carretera. Se concedió algo de tiempo para admirar su belleza mientras pasaba junto a ellos. Con qué facilidad había permitido que el ajetreo de la ciudad la atrapase. ¿Cuántos años había dejado pasar sin detenerse a admirar la gracia de la naturaleza?
Al cabo de poco las carreteras se volvieron más amplias y el número de carriles aumentó en cuanto entró en la autopista. Emily revolucionó el motor, obligando a su coche destartalado a ir más rápido, sintiéndose viva y cautivada por la velocidad. Todos los demás se estaban embarcando en sus propios viajes en sus coches, y ella por fin formaba parte de ese grupo. El entusiasmo le palpitó en las venas mientras animaba a su coche a seguir avanzando, a pisar el acelerador todo lo que se atrevía.
Su confianza ganó fuerzas según los neumáticos iban devorando el asfalto, y fue al pasar junto a la frontera del estado de Connecticut cuando por fin fue completamente consciente de que se estaba marchando de verdad. Su trabajo, Ben... Por fin se había librado de todo aquel peso.
Cuanto más se aventuraba al norte más frío hacía, y Emily tuvo que conceder al fin que hacía demasiado frío como para seguir con las ventanillas bajadas. Las subió y se frotó las manos, deseando haberse puesto algo más apropiado para aquel clima; había salido de Nueva York vestida con su incómodo traje de oficina, y en un momento de impulsividad había tirado tanto la chaqueta a medida como los tacones por la ventanilla. Ahora sólo la cubría una camisa fina, y los dedos de los pies parecían habérsele convertido en bloques de hielo. La imagen de estrella de cine de los años cuarenta se desvaneció en su mente cuando se miró de reojo en el retrovisor; parecía enloquecida, pero no le importaba. Era libre, y aquello era lo único importante.
Pasaron las horas, y antes de que pudiera darse cuenta ya había dejado atrás Connecticut a modo de recuerdo lejano, poco más que un lugar por el que había pasado de camino a un futuro mejor. El paisaje de Massachusetts era más abierto: en lugar del denso follaje de los pinos, los árboles de aquella zona se habían librado de sus hojas veraniegas y se erguían como esqueletos larguiruchos que la rodeaban, revelando destellos de nieve y hielo en el suelo que tenían debajo. Por encima de ella el cielo estaba empezando a cambiar de color, pasando de un azul claro a un gris neblinoso, recordándole que para cuando llegase a Maine ya sería noche cerrada.
Cruzó Worcester, con sus altas casas de madera pintadas en tonos pastel, y no puedo evitar preguntarse quién debía de vivir allí, cómo serían sus vidas y experiencias. Sólo estaba a unas horas de su casa, pero todo lo que la rodeaba ya había empezado a resultarle ajeno, tanto las posibilidades como los distintos lugares en los que podía vivir o visitar. ¿Cómo había pasado los últimos siete años de su vida viviendo una única versión de la misma, manteniendo la misma y vieja rutina, repitiendo un día tras otro una y otra vez, esperando, esperando, esperando a que llegase algo más? Durante todo aquel tiempo había estado esperando que Ben empezase a comportarse para que ella pudiese empezar el siguiente capítulo de su vida, pero ella había tenido en todo momento la capacidad de ser la fuerza motivadora tras su propia historia.
Cruzó un puente, siguiendo la Ruta 290 a medida que se convertía en la Ruta 495. Ya habían desaparecido los árboles con los que se había maravillado, sustituidos por abruptas paredes rocosas. El estómago empezó a gruñirle, recordándole que hacía mucho que había pasado la hora de la comida y ella no había consumido nada. Emily consideró detenerse en una parada de camiones, pero el impulso de llegar a Maine era demasiado intenso. Ya comería una vez estuviese allí.
Pasaron varias horas más y Emily cruzó la frontera con el estado de New Hampshire. El cielo se abrió frente a ella, las carreteras eran amplias y numerosas, y las planicies se extendían a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. No pudo evitar pensar en lo grande que era el mundo y en cuánta gente lo habitaba en realidad.
Su optimismo la llevó hasta más allá de Portsmouth, donde la sobrevolaron varios aviones con los motores rugiendo según se acercaban a las pistas para aterrizar. Emily pisó el acelerador y pasó de largo junto al siguiente pueblo, donde la escarcha cubría los arcenes a ambos lados de la autopista, y siguió adelante a través de Portland, donde la carretera pasaba junto a unas vías de tren. Interiorizó hasta el más mínimo detalle, sobrecogida por el tamaño del mundo.
Cruzó el puente que salía de Portland sin frenar, ansiando desesperadamente detenerse y admirar las vistas que ofrecía el océano, pero el cielo se estaba oscureciendo y sabía que debía apurarse si quería llegar a Sunset Harbor antes de medianoche. Todavía le quedaban al menos tres horas de viaje, y el reloj del salpicadero mostraba ya las nueve. El estómago volvió a protestarle, regañándola por haberse perdido también la cena.
De entre todas las cosas que Emily quería hacer cuando llegase a la casa, lo que más deseaba era dormir durante toda la noche. El agotamiento estaba empezando a pasarle factura, además de que el sofá de Amy no había sido precisamente cómodo y Emily se había pasado toda la noche siendo víctima de su caos emocional. Pero en la casa de Sunset Harbor la esperaba una preciosa cama con dosel de roble oscuro en el dormitorio principal, la misma que sus padres habían compartido en una época más feliz. La idea de poder disfrutarla a solas era de lo más persuasiva.
A pesar de la nieve con la que amenazaba el cielo, Emily decidió no seguir por la autopista. A su padre siempre le había gustado conducir por la ruta menos transitada, es decir, por una serie de puentes que cubrían la miríada de ríos que desembocaban en el océano en aquella parte de Maine.
Salió de la autopista, aliviada de poder frenar por fin un poco. Aquellas carreteras parecían más traicioneras, pero el paisaje era asombroso. Emily alzó la vista hacia las estrellas que parpadeaban por encima del agua clara y llena de reflejos.
Siguió la Ruta 1 por toda la costa, abriendo su mente a la belleza que le ofrecía. El cielo pasó del gris al negro, con el agua siguiendo sus pasos; era como si estuviera conduciendo por el espacio en dirección al infinito.
En dirección al principio del resto de su vida.

*

Cansada tras el largo viaje y luchando por mantener los irritados ojos abiertos, Emily se animó un poco cuando los faros por fin iluminaron una señal que indicaba que estaba entrando en Sunset Harbor. Se le aceleró el pulso tanto de alivio como de anticipación.
Pasó junto al pequeño aeropuerto y siguió conduciendo hacia el puente que la llevaría a Mount Desert Island, y al hacerlo recordó con un pinchazo de nostalgia cómo en el pasado había hecho lo mismo en el interior del coche familiar. Sabía que ya sólo quedaban unos dieciséis kilómetros hasta la casa y que no le llevaría más de veinte minutos llegar a su destino, y el corazón le martilleó de puro entusiasmo. Tanto el agotamiento como el hambre parecieron desaparecer.
Vio el pequeño cartel de madera que daba la bienvenida a Sunset Harbor y sonrió para sí. Unos árboles altos se alineaban a ambos lados de la carretera, y se sintió reconfortada al reconocerlos como los mismos que había mirado de niña cuando su padre había pasado por aquella carretera.
Unos minutos más tarde cruzó el puente por el que recordaba pasear de niña durante una preciosa tarde de otoño, con las hojas rojas crujiendo bajo sus pies. Era un recuerdo tan vívido que hasta podía ver los mitones de lana lilas que había llevado puestos mientras iba de la mano con su padre. No debía de haber tenido más de cinco años, pero lo recordaba con tal nitidez que bien podía haber pasado el día anterior.
Fueron surgiendo más recuerdos a medida que pasaba junto a otros puntos de referencia, como el restaurante que servía aquellas fantásticas tortitas, el camping que se pasaba todo el verano lleno de grupos de Boy Scouts, o el estrecho camino que llevaba a Salisbury Cove. Sonrió al llegar al cartel del Acadia National Park, a sólo tres kilómetros de su destino. Parecía que iba a llegar a la casa justo a tiempo; estaba empezando a nevar y lo más seguro es que su desastroso coche no estuviera en condiciones de pasar por una nevada.
Casi como si fuera una señal, el automóvil empezó a emitir un extraño sonido chirriante proveniente de algún lugar bajo el capó. Emily se mordió el labio, agobiada. Ben siempre había sido el pragmático de los dos, el manitas de la relación. Las habilidades mecánicas de Emily eran pésimas; no le quedaba más que rezar que el coche aguantase el último medio kilómetro.
Pero el chirrido estaba empeorando, y al cabo de poco se vio acompañado de un extraño zumbido, seguido de un clic irritante y un resuello final. Emily golpeó el volante con el puño y maldijo en voz baja. La nieve estaba empezando a caer con más rapidez y densidad y su coche aumentó sus quejas antes de petardear y empezar a detenerse.
Emily se quedó allí sentada, oyendo el siseo del motor moribundo e intentando pensar en qué podía hacer. El reloj le dijo que era medianoche. No había tráfico y nadie estaba fuera a aquellas horas. Todo estaba sumido en el silencio y, ahora que ya no contaba con los faros para que ofrecieran algo de luz, también en la oscuridad; no había farolas en aquella carretera, y las nubes habían tapado la luna y las estrellas. Resultaba inquietante, un escenario perfecto para una película de terror, pensó Emily.
Cogió el teléfono a modo de confort, pero no había señal. La imagen de aquellos cinco barras vacías hizo que se sintiera todavía más preocupada, más aislada y sola. Por primera vez desde que había dejado atrás su vida empezó a tener la impresión de que quizás había tomado una decisión increíblemente estúpida.
Salió del coche, estremeciéndose de frío cuando el aire lleno de nieve le golpeó la piel. Rodeó el morro del coche y le echó un vistazo al motor, sin saber siquiera qué debería de estar buscando.
Justo en ese momento oyó el murmullo de una camioneta y el corazón le dio un salto de alivio. Forzó la vista, intentando distinguir algo a lo lejos y logrando ver un par de faros que se acercaban por la carretera. Emily agitó los brazos, pidiéndole a la camioneta que se detuviese en cuanto estuvo lo bastante cerca.

Por ahora y siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora