Capitulo 6

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Afortunadamente, Daniel consiguió encender la caldera en cuestión de un par de segundos, como si fuera lo más fácil del mundo. No pudo evitar sentirse algo inquieta ante el hecho de que necesitase la ayuda de un hombre cuando precisamente la razón por la que había ido a aquel lugar era para recuperar su independencia, y fue repentinamente consciente de que, aun a pesar del atractivo tosco de Daniel y de su innegable atracción hacia él, necesitaba que se fuera de allí cuanto antes. No iba a conseguir iniciar su viaje de autodescubrimiento con él en la casa, y ya iba a ser bastante malo que estuviera en la propiedad.
En cuanto acabaron con la caldera volvieron a salir del sótano, y Emily se sintió aliviada de poder salir de aquel lugar húmedo y con olor a rancio y volver a la parte principal de la casa. Siguió a Daniel cuando éste cruzó el pasillo de camino al lavadero que había detrás de la cocina, poniéndose a trabajar enseguida para vaciar las cañerías.
―¿Estás preparada para calentar la casa todo el invierno? ―le preguntó a Emily desde donde estaba agachado―. Porque si no, se congelarán.
―Sólo voy a quedarme el fin de semana ―contestó ella.
Daniel salió de debajo de la encimera y se sentó, con el cabello despeinado en todas direcciones.
―No deberías trastear con una casa tan vieja como ésta ―dijo, negando con la cabeza.
Pero se ocupó de todos modos de que hubiera agua.
―¿Y dónde está la calefacción? ―preguntó Emily tan pronto como hubo acabado. Seguía haciendo un frío terrible a pesar de tener la caldera encendida y de que las cañerías ya no estuvieran bloqueadas. Se frotó los brazos, intentando que le circulase la sangre.
Daniel se echó a reír mientras se limpiaba las manos con una toalla.
―No empieza a funcionar así de milagro, sabes. Tienes que llamar y pedir que te traigan aceite; yo sólo he podido encenderlo todo.
Emily suspiró frustrada. Así que Daniel no era el Caballero de Brillante Armadura que había creído.
―Ten ―dijo éste, tendiéndole una tarjeta―. Es el teléfono de Eric. Él te traerá el aceite.
―Gracias ―musitó Emily―. Pero parece que no tengo señal.
Pensó en su móvil y en las barras de cobertura vacías, y recordó lo completamente sola que estaba.
―Hay una cabina en la carretera ―dijo Daniel―. Pero yo no me arriesgaría a salir en mitad de una tormenta. Y, de todas formas, ahora mismo deben de estar cerrados.
―Por supuesto ―respondió ella, defraudada y horriblemente perdida.
Daniel debió de darse cuenta de su incomodidad y desaliento.
―Puedo encenderte la chimenea si quieres ―ofreció, haciendo un gesto hacia el salón. Arqueó las cejas, expectante y casi con timidez, pareciendo de repente más joven.
Emily quiso protestar, decirle que la dejara tranquila en su casa congelada, que aquello era lo que se merecía, pero algo en su interior le hizo dudar. Quizás se debiera a que tener a Daniel en la casa hacía que se sintiera menos sola, menos aislada de la civilización. No había esperado quedarse sin cobertura y sin medios para comunicarse con Amy, y la realidad de tener que pasar su primera noche sola en la casa fría y oscura resultaba abrumadora.
Supuso que Daniel percibió sus dudas, porque fue hacia el salón antes de que ella tuviera oportunidad de decir nada.
Emily lo siguió, silenciosamente agradecida de que pudiera interpretar la soledad de sus ojos y le hubiese ofrecido quedarse, incluso si era bajo la excusa de encender la chimenea. Encontró a Daniel en el salón, ocupado creando una cuidadosa montaña de yesca, carbón y troncos, y fue alcanzada al instante por el recuerdo de su padre arrodillado frente a la chimenea y prendiendo fuego como un experto, dedicándole tiempo y esmero como si se tratase de una obra de arte. Emily le había visto encender la chimenea cientos de veces, y era algo que siempre había encontrado agradable. El fuego le resultaba hipnótico y acababa pasándose horas estirada en la alfombra que había delante, observando cómo bailaban las llamas naranjas y rojas, permaneciendo en aquella posición tanto tiempo que el calor al final le irritaba la cara.
La emoción empezó a cerrarle la garganta, amenazando con asfixiarla. Pensar en su padre, verlo con tanta claridad en su mente a través de los recuerdos, hacía que las lágrimas que durante tanto tiempo había suprimido le anegaran los ojos. No quería llorar delante de Daniel, no quería parecer una patética damisela en apuros, así que hizo una bola con todas sus emociones y entró con paso decidido al salón.
―En realidad, sé cómo encender la chimenea ―dijo.
―Ah, ¿sí? ―contestó Daniel, alzando la vista hacia ella con una ceja arqueada―. Adelante. ―Le tendió las cerillas.

Por ahora y siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora