Emily las cogió con brusquedad y encendió una, haciendo que la pequeña llama naranja parpadease entre sus dedos. La verdad era que sólo había visto como su padre la encendía; ella misma nunca se había encargado del proceso, pero la imagen era tan vívida en su mente que estaba segura de que podía hacerlo. Así que se arrodilló y le prendió fuego a la yesca que Daniel había colocado en la base de la chimenea. En cuestión de segundos las llamas cobraron fuerza, haciendo ondular el aire de un modo que a Emily le resultó tan reconfortante y nostálgico como todo lo que contenía la gran casa. Se sintió increíblemente orgullosa de sí misma mientras el fuego crecía, pero el humo, en lugar de desaparecer por el conducto, empezó a acumularse en el salón.
―¡Mierda! ―exclamó cuando empezó a rodearla.
Daniel se echó a reír.
―Creía que habías dicho que sabías encender la chimenea ―comentó, abriendo el conducto. El humo fue succionado al instante―. Tachán ―añadió con una amplia sonrisa.
Emily le dirigió una mirada molesta mientras el humo a su alrededor se desvanecía, demasiado orgullosa como para darle las gracias por ofrecerle la ayuda que tan claramente había necesitado. Pero se sentía agradecida de entrar por fin en calor; notó cómo su circulación se reactivaba y la calidez le volvió a los dedos de los pies y a la nariz, y la rigidez de sus manos se suavizó.
El salón quedó iluminado por el fuego de la chimenea, bañado en una suave luz naranja, y Emily al fin pudo ver todos los muebles antiguos con los que su padre había llenado la casa. Miró de reojo aquellas formas raídas y descuidadas; la gran estantería de la esquina que en una ocasión había estado completamente llena de libros que ella se había pasado los eternos días de verano leyendo alojaba ahora únicamente unos pocos, y también estaba el viejo piano de cola junto a la ventana que sin duda debía de estar desafinado pero que en una ocasión su padre había usado para tocar algo mientras ella lo acompañaba cantando. Su padre siempre se había enorgullecido mucho de aquella casa, y verla ahora, con aquella luz revelando su estado descuidado, le dejó mal cuerpo.
Los dos sofás estaban tapados por cubiertas blancas y Emily pensó en quitarlas, pero sabía que aquello provocaría una nube de polvo. No estaba seguro de que sus pulmones pudieran soportarlo después de lo del humo y, de todos modos, Daniel parecía bastante cómodo sentado en el suelo junto a la chimenea, así que se sentó a su lado.
―Bueno ―dijo Daniel, calentándose las manos―. Al menos te hemos conseguido algo de calor. Pero la casa no tiene electricidad, y supongo que no has pensado en traer linternas ni velas en esa maleta tuya.
Emily negó con la cabeza. Su maleta estaba llena de trivialidades: todo era inútil y no contenía nada de lo que realmente le iba a hacer falta.
―Papá siempre solía tener velas y cerillas ―dijo―. Siempre estaba preparado. Supongo que esperaba que todavía hubiese un armario lleno de ellas, pero después de veinte años...
Cerró la boca, súbitamente consciente de que había pronunciado un recuerdo de su padre en voz alta. No era algo que hiciera a menudo; normalmente mantenía todo lo que sentía hacia él oculto en lo más profundo de su ser. La facilidad con la que había hablado la sorprendió.
―En ese caso podemos quedarnos aquí ―ofreció Daniel con suavidad, casi como si hubiese notado que Emily estaba pasando por un recuerdo doloroso―. Hay luz de sobras para ver gracias al fuego. ¿Te apetece un poco de té?
Emily frunció el ceño.
―¿Té? ¿Y cómo vas a prepararlo exactamente sin electricidad?
Daniel sonrió como si lo aceptase a modo de reto.
―Mira y aprende.
Se puso en pie y salió del amplio salón, volviendo unos minutos más tarde con una pequeña olla redonda más parecida a un caldero.
―¿Qué es eso? ―preguntó Emily con curiosidad.
―Oh, no es más que el mejor té que hayas bebido nunca ―contestó él, colocando el caldero sobre las llamas―. Uno no ha probado el té de verdad hasta que prueba un té preparado con fuego.
Emily lo observó a él y al modo en que la luz de las llamas bailaba sobre sus rasgos, acentuándolos de un modo que lo hacía incluso más atractivo. La manera en que se concentraba en la tarea que tenía entre manos sólo se sumaba a su atracción; Emily no pudo evitar sentirse maravillada ante su pragmatismo y capacidad.
―Ten ―dijo Daniel, tendiéndole una taza y sacándola de sus pensamientos. La miró expectante mientras ella tomaba el primer sorbo.
―Oh, está muy bueno ―dijo ella, aliviada de librarse al fin del frío que había reinado en sus huesos.
Daniel se echó a reír.
―¿Qué? ―lo retó Emily.
―No te había visto sonreír todavía, eso es todo ―contestó.
Emily apartó la vista, repentinamente tímida. Daniel era lo más distinto a Ben que podía ser un hombre, y aun así la atracción que sentía hacia él era intensa. Quizás si estuvieran en otro lugar y en otro momento habría cedido a la lujuria; después de todo, había pasado siete años exclusivamente con Ben y se merecía algo de atención y entusiasmo.
Pero aquél no era el momento adecuado, no con todo lo que estaba pasando, no con el modo en que su vida había quedado reducida a un caos absoluto, no con todos los recuerdos de su padre que flotaban en su mente. Sentía que, mirase hacia donde mirase, podía ver sus sombras; sentado en el sofá con una Emily más joven acurrucada junto a él mientras leía en voz alta, cruzando la puerta con una sonrisa de oreja a oreja tras descubrir alguna preciada antigüedad en un mercadillo tras pasar horas limpiándola y restaurándola a su pasada gloria con cuidado. ¿Dónde estaban ahora todas aquellas antigüedades? ¿Dónde estaban todas las figuras y las obras de arte, la vajilla conmemorativa y la cubertería de la época de la Guerra Civil? La casa no había permanecido inmóvil y congelada en el tiempo como lo había hecho en su memoria. El tiempo se había cobrado su precio sobre la propiedad de un modo que no había considerado.
Otra oleada de duelo rompió sobre ella cuando miró la habitación polvorienta y descuidada en la que estaba y que en una ocasión había rebosado vida y risas.
Otra oleada de duelo rompió sobre ella cuando miró la habitación polvorienta y descuidada en la que estaba y que en una ocasión había rebosado vida y risas.
―¿Cómo ha acabado este sitio así? ―exclamó de repente, incapaz de mantener la acusación fuera de su voz. Frunció el ceño―. Quiero decir, se supone que estás cuidando de la casa, ¿no?
Daniel se encogió, como si su súbita agresión lo hubiese tomado por sorpresa. Un momento antes habían estado compartiendo un momento suave y tierno, y ahora Emily se había puesto dura con él. Daniel le dirigió una mirada fría.
―Hago todo lo que puedo. Es una casa grande y estoy solo.
―Lo siento ―se disculpó Emily, retrocediendo al instante sobre sus pasos. No le gustaba en lo más mínimo ser la razón por la que la expresión de Daniel se había ensombrecido―. No pretendía atacarte. Es sólo que... ―Miró su taza y agitó las hojas de té―. Este lugar parecía salido de un cuento de hadas cuando era niña. Resultaba tan inspirador, ¿sabes? Tan hermoso. ―Levantó la mirada y vio a Daniel observándola con atención―. Me entristece verlo así.
―¿Y qué esperabas? ―contestó Daniel―. Lleva abandonado veinte años.
Emily apartó la mirada con tristeza.
―Lo sé. Supongo que simplemente quería imaginar que había permanecido suspendido en el tiempo.
Suspendido en el tiempo del mismo modo en que lo había hecho la imagen de su padre en su mente, que seguía teniendo cuarenta años y no había envejecido ni un solo día, manteniendo exactamente el mismo aspecto que había tenido la última vez que lo había visto. Pero, estuviese donde estuviese su padre, el tiempo debía de haberle afectado exactamente del mismo modo en que había afectado a la casa. Su resolución de arreglar la casa a lo largo de aquel fin de semana se fortaleció; lo que más deseaba ahora mismo era restaurarla ni que fuera un poco para que recuperase su antigua gloria. Y quizás hacerlo sería como recuperar a su padre. Podía hacerlo en su honor.
Se bebió el resto de su té y dejó la taza.
―Debería irme a dormir ―dijo―. Ha sido un día muy largo.
―Por supuesto ―respondió Daniel poniéndose en pie. Se movió con rapidez, saliendo del salón y recorriendo el pasillo hacia la puerta, dejando a Emily siguiendo sus pasos―. Llámame si tienes algún problema, ¿vale? ―añadió―. Estoy en la cochera, justo allí.
―Eso no será necesario ―dijo Emily indignada―. Puedo ocuparme yo sola.
Daniel abrió la puerta, permitiendo que la nieve que se había acumulado contra ésta cayera en el vestíbulo. Se encogió dentro de su chaqueta antes de mirarla por encima del hombro.
―El orgullo no te llevará muy lejos por aquí, Emily. Pedir ayuda no tiene nada de malo.
Emily sintió ganas de gritarle algo, de discutir, de negar su afirmación de que era demasiado orgullosa, pero en lugar de eso se quedó mirándole la espalda mientras él desaparecía entre la oscuridad y los copos de nieve, incapaz de hablar y con la lengua completamente paralizada.
Cerró la puerta, expulsando al mundo exterior y la furia de la ventisca. Ahora estaba completamente sola. El vestíbulo estaba ligeramente iluminado gracias al fuego del salón, pero no era lo bastante fuerte como para llegar a las escaleras. Echó una ojeada a la larga escalera de madera y al modo en que desaparecía en la negrura. A menos que estuviera dispuesta a dormir en uno de los sofás polvorientos, tendría que reunir el coraje suficiente para aventurarse hasta el segundo piso en la oscuridad total. Volvió a sentirse como una niña, temerosa de bajar al sótano lleno de sombras e inventándose toda clase de monstruos y fantasmas que debían de estar esperando a que bajase. Pero ahora era una mujer de treinta y cinco años demasiado asustada de subir las escaleras porque sabía que la imagen de abandono sería peor que cualquier fantasma que su mente pudiese invocar.
Así que en lugar de eso volvió al salón para empaparse de los últimos resquicios de calidez del fuego. En la estantería todavía quedaban algunos libros, como por ejemplo El Jardín Secreto, Cinco Niños, It, todos ellos clásicos que su padre le había leído. ¿Pero dónde estaba el resto? ¿Dónde habían acabado las pertenencias de su padre? Se habían desvanecido a un lugar desconocido igual que lo había hecho su padre.
La oscuridad empezó a rodearla según se apagaban las ascuas, siguiendo el rumbo de su humor cada vez más sombrío. Ya no podía seguir retrasando el agotamiento; había llegado el momento de subir las escaleras.
Nada más salir del salón oyó un arañazo proveniente de la puerta principal. Su primer pensamiento fue que debía de tratarse de algún animal salvaje olisqueando en busca de sobras, pero era un sonido demasiado preciso, demasiado calculado.
Cruzó el vestíbulo sin hacer ruido, con el corazón latiéndole con fuerza, y pegó la oreja contra la puerta. Fuera lo que fuera lo que había oído, ya no estaba. Lo único que oía era el ulular del viento, pero aun así algo la llevó a abrir la puerta.
Nada más abrirla se encontró velas, una linterna y cerillas colocadas al otro lado. Daniel debía de haber vuelto y las había dejado para ella.
Las recogió, aceptando de mala gana la ayuda que le ofrecía a pesar de su orgullo herido, aunque al mismo tiempo se sentía profundamente agradecida de que hubiese alguien cuidando de ella. Puede que hubiese abandonado su antigua vida y hubiese huido hasta allí, pero no estaba completamente sola.
Encendió la linterna, sintiéndose por fin lo bastante valiente como para subir al segundo piso. Emily fue examinando las imágenes colgadas a lo largo de la escalera mientras la suave luz de la linterna iluminaba su camino, todas ellas con los colores desvanecidos por el tiempo y cubiertas de telarañas y polvo. La mayoría eran acuarelas de la zona, como por ejemplo botes navegando por el océano o pinos del parque nacional, pero una de ellas era un retrato de la familia. Emily se detuvo, mirando fijamente la fotografía y viéndose a sí misma de pequeña. Se había olvidado por completo de aquella fotografía, confinada a alguna parte de su memoria y encerrada bajo llave durante veinte años.
Se tragó la emoción que la invadió y siguió subiendo. Las viejas escaleras crujieron con fuerza bajo sus pies y se percató de que algunos de los calones estaban agrietados. También se veían desgastados por años de pasos, y por un instante vio con toda claridad el recuerdo de sí misma bajando y subiendo aquellas escaleras con sus zapatos de charol rojos.
Llegó el descansillo y la linterna iluminó un largo pasillo con numerosas puertas de roble oscuro y las grandes ventanas al final, cubiertas con tablas desde el suelo hasta el techo. Su antiguo dormitorio era la última habitación de la derecha, situado frente al baño, pero no pudo soportar la idea de asomarse a ninguna de aquellas habitaciones. Su dormitorio albergaría demasiado recuerdos como para desatarlos en aquel momento, y no le apetecía descubrir qué clase de insectos habían pasado a alojarse en el baño a lo largo de los años.
En lugar de aquello cruzó el pasillo con pasos torpes, esquivando la antigua cómoda contra la que tantas veces se había golpeado los dedos de los pies, y entró en la habitación de sus padres.
La luz de la linterna le permitió ver lo polvoriento que estaba todo y lo carcomida por las polillas que estaba la colcha. La memoria de la preciosa cama con dosel que sus padres habían compartido se desquebrajó en su mente al tener que hacer frente a la realidad; veinte años de abandono habían arrasado el dormitorio. Las cortinas estaban sucias y acartonadas y colgaban sin vida junto a las ventanas cubiertas de tablas. Los apliques de las paredes estaban repletos de polvo y telarañas, como si generaciones completas de aquellos bichos los hubiesen convertido en su hogar. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo, incluyendo el tocador que había junto a la ventana y el pequeño asiento en el que su madre se había sentado tantos años atrás mientras se cubría el rostro con crema con olor a lavanda con la ayuda del espejo.
Emily podía verlo todo, podía ver todos los recuerdos que había ido enterrando durante años. No pudo evitar las lágrimas; todas las emociones que había sentido durante los últimos días la inundaron al mismo tiempo, intensificadas por los pensamientos de su padre y por la súbita sorpresa de lo mucho que lo echaba de menos.
Fuera, el sonido de la ventisca cobró fuerza. Emily dejó la linterna en la mesita de noche, levantando una nube de polvo al hacerlo, y se preparó para meterse en la cama. La calidez del fuego no había llegado hasta allí arriba, y sintió el frío helador del dormitorio en cuanto se quitó la ropa. Encontró un camisón de seda en la maleta y se percató de que no iba a servirle de mucho; estaría mejor con la ropa interior térmica y los gruesos calcetines de lana.
Apartó la polvorienta colcha de retazos carmesí y dorados y se metió en la cama, tras lo cual se quedó mirando el techo por un momento, reflexionando sobre todo lo que había pasado en los últimos días. Apagó la linterna, sola, con frío y una sensación de desamparo, sumiéndose en la oscuridad, y lloró hasta quedarse dormida.