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—¿No recuerdas que perdiste una apuesta, idiota?

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—¿No recuerdas que perdiste una apuesta, idiota?

—Para haber perdido, pasas bastante por aquí, ¿sabes…? ¿No será que en el fondo te gusta vernos?

Kid odiaba algo todavía más que a los payasos ambulantes, y era a los listillos. Que aquel cretino llamado Shanks intentase dárselas de entendido no era de su gusto, sobre todo cuando lo usaba para reírse de él. No tendría tanto problema en comentar que realmente tenía razón si no fuese porque jamás lo olvidaría y se lo estaría recordando para la posteridad.

Solo intentaba tomarse una cerveza rubia en su día libre…, y aquella mirada rojiza parecía la del mismísimo final boss de algún videojuego cutre y cliché. No lo soltaba, ni siquiera le permitía beberse un solo trago de una poción y, si se despistaba, le daba el tiempo suficiente para recuperarse y cambiar el patrón de ataque. Por desgracia, a él no le permitían empuñar una claymore y hacerlo rebanadas hasta que la esencia del diablo se descompusiese y, de una estrella flotante, surgiese una lengua de oro e ítems para recompensar el esfuerzo. No; Kid estaba atrapado en un simulador. Al final, Baudrillard siempre había tenido razón…

—Si te refieres a veros en el fondo del océano y encadenados a una roca, debatiéndoos entre morir de asfixia o por la presión que os está reventando los pulmones desde dentro, pues claro que me gusta. —Su réplica, en vez de hacer refunfuñar a Shanks, como era habitual, provocó su risa. Kid frunció el ceño y chasqueó la lengua, cansado de aquella sonrisa socarrona que no existía con otro propósito que no fuese molestarlo. 

—¡Cállate ya!

Kid mantuvo la boca abierta, sin tener demasiado claro si había sido él quien había gritado aquellas palabras. El timing había sido perfecto, pero pronto encontró el altavoz de los gritos. Algunos pocos clientes también se habían girado hacia el exterior por el bullicio. El pelirrojo se puso de pie y avanzó hasta la entrada, imaginándose lo que ocurría. Desde allí, con solo una viga y una puerta dificultando su visión, distinguió por el cristal a Sanji caminando hacia el bar. Su rostro era una máscara hannya dorada; cada una de sus pisadas levantaba niebla y el sol, asustado, se ocultaba entre las nubes para regalarle las sombras a su traje negro.

—¡Si eres tú la cotorra! —protestó una voz que Kid no reconocía. Pero sí su aspecto. Su descripción no dejaba lugar a dudas: pelo verde, una cicatriz inquietante sobre el ojo izquierdo, gran musculatura… Zoro.

En el tiempo que tardó en abrir la puerta del Rip-off Bar los dos ya habían vuelto a juntarse y golpearse. Un torrente de sangre circulaba desde la nariz de Sanji a su camisa blanca, en un camino que jamás parecía detenerse. Por su parte, Zoro escupía una saliva carmesí de vez en cuando, pero no parecía importarle ningún color que no fuese el de los ojos de Sanji. 

—¿Cómo me han podido vincular con un inútil como tú? —le espetó Sanji a su alma gemela en cuanto lo empujó lejos de él.

Y el silencio siguiente fue tan pesado que las botas militares de Zoro resonaron sobre el cemento de la acera. Lanzó un gancho por la izquierda, rápido, breve, preciso. Silbó medio segundo, filtrándose, ondeante, entre las corrientes del aire y, después, estalló en su mejilla. Fue un golpe húmedo y visceral al principio y áspero y ronco luego, cuando el rubio terminó arrastrándose por el suelo.

En cuerpo y alma; Eustass KidDonde viven las historias. Descúbrelo ahora