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El sol caía sobre la ciudad, salpicando haces anaranjados en las fachadas de los edificios. Aprovechó ese momento de calidez para adentrarse en el museo, antes de que la oscuridad del exterior lo enredara entre sus brazos y tintara su corazón de una fría nostalgia. El museo estaba prácticamente desierto. Como era costumbre desde hace unas semanas, se dirigió a su sala preferida para transportarse a otra época a través de las pinturas. Aquella actividad le daba paz y le permitía aislarse de todas sus preocupaciones. Se sentó en su banco usual y se dejó mecer por la corriente de sus pensamientos, cayendo en un soporífero trance, hasta que se dio cuenta de que había algo inusual en el lugar. Desconcertado, giró la cabeza y vio la figura de otra persona, a unos metros de distancia. No sabía cuándo había aparecido, pero allí estaba, sentada con las piernas cruzadas, encorvada mientras derramaba trazos por un blanco lienzo. Parecía muy concentrada. Él siguió su mirada y vio qué cuadro estaba copiando: Hilas y las ninfas, del británico John William Waterhouse*. Sus ojos, tras el escudo de sus gafas, decidieron estudiarla para grabarla en su mente, pues había algo en esa muchacha que lo atraía.

Su rostro era suave y delicado, como la brisa estival, con unos fulgurantes ojos verdes que le invitaban a bañarse desnudo en sus aguas. Su piel marmórea estaba tintada de un color rosáceo que se expandía por sus mejillas, dotándole de un aire infantil. El carmín de sus labios prohibidos lo invitaban a un peligroso juego, cuyas reglas se alejaban de las ya conocidas del amor cortés. Su cabello, ébano claro, caía en cortos rizos desbocados que se entrelazaba para coronarse sobre su blanca piel, realzando de esta manera su belleza petrarquista. Era la mejor obra de arte que jamás nadie pudiera imaginar.

De ella se desprendía un olor que evocaba a un jardín, lleno de jazmín, rosas, lavanda y lirio. Y ella era el geranio solitario que florecía entre la adversidad. Descubrió en ese momento que, a pesar de no conocerla, se había convertido en su locus amoenus. Destilaba inocencia y sensualidad. Su belleza singular y clásica le recordó a una diosa del Olimpo, a Afrodita más concretamente, sin saber muy bien por qué. Quizá por el hecho de que se había quedado rendido ante sus pies nada más verla, cautivado por su hipnótica belleza, embelesado por su aura angelical.

En el momento en el que el chico mojaba sus secos labios con su lengua, ella clavó sus ojos en los suyos, pillándolo in fraganti.  Un escalofrío recorrió su cuerpo. Comenzaron una danza sin igual, arrítmica, muda, atemporal, donde sus almas se fundían en una sola. Entonces, sin previo aviso, rompiendo aquel mágico momento, su diosa se puso en pie con una elegancia característica de seres de otro mundo y avanzó hacia la puerta con un porte espectacular. El chico, sometido a su embrujo, sintió cómo su cuerpo se fijaba como si se  estuviera convirtiendo en piedra, sin poder mover ni un solo músculo, sin poder pestañear, conteniendo la respiración. Aquella muchacha pasó de ser Afrodita a transformarse en Medusa. Le dedicó una sonrisa lasciva mientras un adiós se desprendía de su boca, adiós que se transformó en Gèrard en los oídos del chico. 

Sin más, la chica se disipó entre la bruma de su deseo efervescente, sin que Gèrard pudiera despedirse.

Solo quedaba un trozo de papel, descansando en el suelo, con una caligrafía extremadamente cuidada, como las de antaño. En este rezaba un nombre: Anne Lukin.

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*Hilas y las ninfas, del británico John William Waterhouse

*Hilas y las ninfas, del británico John William Waterhouse

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¡Hola! :)

Si alguien llega hasta aquí, os doy la bienvenida. 

Espero que disfrutéis de esta y las historias venideras, que supongo llegarán más. Tendrán, seguramente, estilos distintos, dependiendo de cómo salgan una vez trate de plasmar lo que se dibuja en mi mente.  

Besos. 

Eternos - OT2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora