Capítulo XXX

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La hermosa predicación que hicieron en Asís San Francisco y el hermano Rufino cuando predicaron sin hábito

Este hermano Rufino estaba de tal manera absorto en Dios por la continua contemplación, que se había hecho como insensible y mudo; hablaba muy poco; por otra parte, no poseía ni gracia, ni valor, ni facilidad para hablar en público. No obstante, San Francisco le ordenó un vez ir a Asís y predicar al pueblo lo que Dios le inspirase. El hermano Rufino replicó:

Padre reverendo, perdóname si te suplico que no me mandes tal cosa; sabes muy bien que yo no tengo gracia para predicar y soy simple e ignorante. Entonces le dijo San Francisco: Ya que no has obedecido en seguida, te mando, en virtud de santa obediencia, que vayas desnudo a Asís, con sólo los calzones; entres en una iglesia y, así desnudo, prediques al pueblo. A esta orden, el hermano Rufino se quitó el hábito y fue desnudo a Asís, entró en una iglesia y, hecha la reverencia al altar, subió al púlpito y comenzó a predicar. Al verlo, comenzaron a reírse los muchachos y los hombres, y se decían:

Estos hombres, a fuerza de penitencia, acaban por perder la razón y se vuelven fatuos. Mientras tanto, San Francisco se puso a reflexionar sobre la pronta obediencia del hermano Rufino, que era de los primeros caballeros de Asís, y sobre la orden tan dura que le había impuesto, y comenzó a reprocharse a sí mismo: "¿De dónde te viene semejante presunción, hijo de Pedro Bernardone, hombrecillo vil, que te atreves a mandar al hermano Rufino, de los primeros caballeros de Asís, que vaya desnudo, como un loco, a predicar al pueblo? Por Dios, que vas a experimentar en ti lo que mandas a otros".

Al punto, con fervor de espíritu, se despojó del hábito y fue desnudo a Asís, llevando consigo al hermano León, que llevaba el hábito de él y el del hermano Rufino. Al verlo en tal guisa, los de Asís hicieron burla de San Francisco, juzgando que él y el hermano Rufino habían perdido el seso por la mucha penitencia. Entró San Francisco en la iglesia, donde estaba predicando el hermano Rufino en estos términos:

Amadísimos míos, huid del mundo, dejad el pecado, devolved lo ajeno, si queréis evitar el infierno. Guardad los mandamientos de Dios, amando a Dios y al prójimo, si queréis ir al cielo. Haced penitencia, si queréis poseer el reino del cielo.

Entonces, San Francisco subió al púlpito y comenzó a predicar tan maravillosamente sobre el desprecio del mundo, la santa penitencia, la pobreza voluntaria, el deseo del reino celestial y sobre la desnudez y el oprobio de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, que todos cuantos estaban presentes al sermón, hombres y mujeres en gran muchedumbre, comenzaron a llorar fuertemente con increíble devoción. Y no sólo allí, sino en todo Asís, hubo aquel día tanto llanto por la pasión de Cristo, como jamás lo había habido.

Habiendo quedado el pueblo tan edificado y consolado con ese modo de portarse de San Francisco y del hermano Rufino, San Francisco vistió al hermano Rufino y se vistió él mismo, y así vestidos del hábito, regresaron al lugar de la Porciúncula, alabando y glorificando a Dios, que les había dado la gracia de vencerse mediante el desprecio de sí mismos, para edificar con el buen ejemplo a las ovejas de Cristo y poner de manifiesto cómo se debe despreciar el mundo. Desde aquel día creció tanto la devoción del pueblo hacia ellos, que se consideraba feliz quien podía tocar el borde de su hábito. En alabanza de Cristo. Amén.

Las Florecillas de San Francisco de AsísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora