Capítulo XL

34 1 0
                                    

Cómo San Antonio predicó a los peces, y por este milagro convirtió a los herejes

Queriendo Cristo poner de manifiesto la gran santidad de su siervo San Antonio y acreditar su predicación y su doctrina santa para que fuese escuchada con devoción, se sirvió en cierta ocasión de animales irracionales, como son los peces, para reprender la necedad de los infieles herejes, del mismo modo como en el Antiguo Testamento había reprendido la ignorancia de Balaam.

Fue en ocasión que San Antonio se hallaba en Rímini, donde había una gran muchedumbre de herejes. Durante muchos días había tratado de conducirlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la verdad, predicándoles y disputando con ellos sobre la fe de Jesucristo y de la Sagrada Escritura. Pero ellos no sólo no aceptaron sus santos razonamientos, sino que, endurecidos y obstinados, no quisieron ni siquiera escucharle; por lo que un día San Antonio, por divina inspiración, se dirigió a la desembocadura del río junto al mar y, colocándose en la orilla entre el mar y el río comenzó a decir a los peces como predicándoles:

Oíd la palabra de Dios, peces del mar y del río, ya que esos infieles herejes rehusan escucharla. No bien hubo dicho esto, acudió inmediatamente hacia él, en la orilla, tanta muchedumbre de peces grandes, pequeños y medianos como jamás se habían visto, en tan gran número, en todo aquel mar ni en el río. Y todos, con la cabeza fuera del agua, estaban atentos mirando al rostro de San Antonio con gran calma, mansedumbre y orden: en primer término, cerca de la orilla, los más diminutos; detrás, los de tamaño medio, y más adentro, donde la profundidad era mayor, los peces mayores. Cuando todos los peces se hubieron colocado en ese orden y en esa disposición, comenzó San Antonio a predicar solemnemente, diciéndoles:

Peces hermanos míos: estáis muy obligados a dar gracias, según vuestra posibilidad, a vuestro Creador, que os ha dado tan noble elemento para vuestra habitación, porque tenéis a vuestro placer el agua dulce y el agua salada; os ha dado muchos refugios para esquivar las tempestades. Os ha dado, además, el elemento claro y transparente, y alimento con que sustentaros. Y Dios, vuestro creador cortés y benigno, cuando os creó, os puso el mandato de crecer y multiplicaros y os dio su bendición. Después, al sobrevenir el diluvio universal, todos los demás animales murieron; sólo a vosotros os conservó sin daño.

Por añadidura, os ha dado las aletas para poder ir a donde os agrada. A vosotros fue encomendado, por disposición de Dios, poner a salvo al profeta Jonás, echándolo a tierra después de tres días sano y salvo. Vosotros ofrecisteis el censo a nuestro Señor Jesucristo cuando, pobre como era, no tenía con qué pagar. Después servisteis de alimento al rey eterno Jesucristo, por misterio singular, antes y después de la resurrección. Por todo ello estáis muy obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho objeto de tantos beneficios, más que a las demás creaturas.

A estas y semejantes palabras y enseñanzas de San Antonio, comenzaron los peces a abrir la boca e inclinar la cabeza, alabando a Dios con esos y otros gestos de reverencia. Entonces, San Antonio, a la vista de tanta reverencia de los peces hacia Dios, su creador, lleno de alegría de espíritu, dijo en alta voz: Bendito sea el eterno Dios, porque los peces de las aguas le honran más que los hombres herejes, y los animales irracionales escuchan su palabra mejor que los hombres infieles. Y cuanto más predicaba San Antonio, más crecía la muchedumbre de peces, sin que ninguno se marchara del lugar que había ocupado.

Ante semejante milagro comenzó a acudir el pueblo de la ciudad, y vinieron también los dichos herejes; viendo éstos un milagro tan maravilloso y manifiesto, cayeron de rodillas a los pies de San Antonio con el corazón compungido, dispuestos a escuchar la predicación. Entonces, San Antonio comenzó a predicar sobre la fe católica; y lo hizo con tanta nobleza, que convirtió a todos aquellos herejes y los hizo volver a la verdadera fe de Jesucristo; y todos los fieles quedaron confortados y fortalecidos en la fe. Hecho esto, San Antonio licenció los peces con la bendición de Dios y todos partieron con admirables demostraciones de alegría; lo mismo hizo el pueblo. Después, San Antonio se detuvo en Rímini muchos días, predicando y haciendo fruto espiritual en las almas. En alabanza de Cristo. Amén

Las Florecillas de San Francisco de AsísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora