Capítulo LIII

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Cómo, celebrando la misa, el hermano Juan de Alverna cayó como si estuviera muerto

Sucedió una vez al hermano Juan, en el dicho convento de Mogliano, como refieren los hermanos que estaban presentes, este caso admirable. La primera noche después de la octava de San Lorenzo y dentro de la octava de la Asunción de nuestra Señora, había dicho los maitines en la iglesia con los demás hermanos; al notar que le sobrevenía la unción de la divina gracia, se fue al huerto a contemplar la pasión de Cristo y a prepararse con toda devoción para celebrar la misa, que aquella mañana le tocaba cantar.

Y, estando contemplando las palabras de la consagración del cuerpo de Cristo, a saber: Hoc est corpus meum, al considerar la infinita caridad de Cristo, que le llevó no sólo a rescatarnos con su sangre preciosa, sino también a dejarnos, para alimento de nuestras almas, su cuerpo y sangre sacratísimos, comenzó a crecer en él el amor del dulce Jesús con tal fervor y suavidad, que su alma no podía soportar ya tanta dulcedumbre, y gritaba fuertemente como ebrio de espíritu, sin cesar de repetir: Hoc est corpus meum; porque, al decir estas palabras, le parecía ver a Cristo bendito con la Virgen María y multitud de ángeles. En esas palabras, el Espíritu Santo le daba luz sobre todos los altos y profundos misterios de este altísimo sacramento.

Llegada la aurora, entró en la iglesia con aquel fervor de espíritu y con aquella ansiedad, repitiendo esas palabras, pensando que nadie le veía ni oía; pero había en el coro un hermano que veía y oía todo. No pudiendo contenerse por la fuerza del fervor y por la abundancia de la divina gracia, gritaba en alta voz, y continuó así hasta que llegó la hora de celebrar la misa; entonces fue a revestirse y salió al altar.

Comenzada la misa, cuanto más adelante iba en ella, tanto más le aumentaba el amor de Cristo y aquel ardor de la devoción, con el cual le era dado un sentimiento inefable de Dios, que él mismo no acertaba a expresar con la lengua. Llegó un momento en que se halló en grande perplejidad, temiendo que aquel ardor y sentimiento de Dios creciese tanto, que le conviniese dejar la misa, y no sabía qué partido tomar, si seguir adelante en la misa o esperar. Pero, como ya le había ocurrido algo semejante otras veces y el Señor había templado aquel ardor de manera que no había tenido necesidad de dejar la misa, confió poder hacerlo también esta vez, y así, con gran temor, optó por seguir adelante en la celebración.

Al llegar al prefacio de la Virgen, comenzaron a crecer tanto la luz divina y la suavidad y gracia del amor de Dios, que, en el momento de decir Qui pridie, apenas podía soportar tanta suavidad y dulcedumbre. Finalmente, llegado el acto de la consagración, al decir sobre la hostia las palabras de la consagración, cuando llegó a la mitad, o sea: Hoc est, no pudo proseguir en manera alguna, sino que se quedó repitiendo solamente esas palabras: Hoc est; y la razón por la cual no podía seguir adelante era que sentía y veía la presencia de Cristo con una muchedumbre de ángeles, sin poder soportar la majestad de su gloria. Veía que Cristo no entraba en la hostia, o que la hostia no se transustanciaba en el cuerpo de Cristo, si él no profería la segunda mitad de las palabras, es decir: corpus meum.

En vista de que continuaba en esta ansiedad y que no seguía adelante, el guardián y los demás hermanos, como también muchos de los seglares que estaban oyendo la misa en la iglesia, se acercaron al altar, y quedaron espantados viendo lo que le sucedía al hermano Juan; muchos de ellos lloraban de devoción.

Por fin, después de un buen espacio de tiempo, cuando Dios quiso, el hermano Juan pronunció: corpus meum en voz alta; y en aquel momento desapareció la apariencia de pan y en la hostia apareció Jesucristo bendito encarnado y glorificado, dándole a conocer así la humildad y la caridad que le hicieron encarnarse en la Virgen María y que le hacen venir cada día a las manos del sacerdote cuando él consagra la hostia. Esto le produjo una dulzura de contemplación más fuerte todavía. Por lo cual, cuando elevó la hostia y el cáliz consagrado, quedó arrobado fuera de sí, y, estando el alma privada de los sentidos corporales, su cuerpo cayó hacia atrás, y, de no haber sido sostenido por el guardián, que estaba detrás de él, se hubiera desplomado en tierra de espaldas.

Entonces acudieron los hermanos y los seglares que estaban en la iglesia, hombres y mujeres, y lo llevaron como muerto; y los dedos de las manos estaban contraídos tan fuertemente, que a duras penas podían ser extendidos o movidos. Y de esa manera permaneció yacente, o desvanecido o arrobado hasta tercia. Esto sucedió en el verano.

Como yo me hallaba presente a este hecho, tenía vivo deseo de saber lo que Dios había obrado en él; por eso, cuando volvió en sí, fui a encontrarlo y le rogué que, por amor de Dios, me contara todo. Entonces, como tenía mucha confianza en mí, me contó todo punto por punto; y, entre otras cosas, me dijo que, cuando él consagraba el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y aun antes, su corazón estaba derretido como una cera muy calentada, y que le parecía que su carne no tenía huesos, de suerte que le era imposible levantar los brazos y las manos para hacer la señal de la cruz sobre la hostia y sobre el cáliz.

Me dijo además que, ya antes de ser ordenado sacerdote, Dios le había revelado que había de desvanecerse en la misa; pero, como había celebrado muchas misas y nunca le había sucedido eso, pensó que aquella revelación no era cosa de Dios. Y, con todo, unos cincuenta días antes de la Asunción de nuestra Señora, en la que se produjo dicho caso, le había sido todavía revelado por Dios que aquello le sucedería en torno a la dicha fiesta de la Asunción; pero había olvidado luego esa revelación. En alabanza de Cristo. Amén.

 Amén

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