Capítulo siete

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"Y acepté con la intención de irme muy despacio al caminar, pero me tropecé con tu forma perfecta de besar

Ya es muy tarde, Yuridia"

Eduardo era reservado, más de lo que quizás esperé a distancia cuando lo veía componer o trazar unos cuantos acordes con su guitarra en íntima concentración. Me había costado entender que toda esa personalidad tan necia le había crecido por cada constante reproche de su madre o por todo el afecto que necesitaba de su padre. Me había costado convencerme de que por más que intentase esforzarme, jamás iba a comprenderlo. Jamás iba a tan si quiera compararme con toda la tristeza acumulada que tenía en el pecho.

Habían pasado días desde la última vez que lo visité. Días en los que el espacio personal era más importante que una tonta mujer optimista a punto de generarle más caos en la mente por un viaje que ya había dejado en claro no querer llevar a cabo. Me odié también por aceptarlo. Me odié por pensar que una mínima parte de mí pudiese sacarle una sonrisa más profunda de la que dedicaba cuando veía en alguna red social a alguna de sus empedernidas fanáticas corear uno de sus éxitos.

Me había reprimido entonces a sentir lo que sentía, a no pensarlo de ese modo tan romántico cuando no tenía más que remolinos y tormentas tan ruidosas que no podían irse ni aunque fuera intentando dormir con una buena taza de café.

— ¿Ahora piensas hablarme al respecto... o todavía no? —Tina apareció con una voz somnolienta, pero no lo suficiente como para echarme en cara que acababa de pegar el ojo que yo no había podido en todo el fin de semana.

—Bueno, pues creo que he llegado a la conclusión de que todo esto me asusta —dije, sintiendo el ardor en mi cuerpo hasta ruborizarme.

Me miró con ternura, antes de postrarse a mi lado y empezar a penetrarme con su mirada cautelosa, llena de seguridad.

— ¿Y qué es lo que te asusta? —preguntó, como si no fuera lo suficientemente obvio.

Mordí mi labio inferior sintiendo vergüenza. Una vergüenza diferente. Una, que incluso, me ponía incómoda. Crucé mis piernas apoyando el codo contra el suave espaldar del sofá y levanté la mirada con lentitud, conteniendo el balbuceo que no pude manejar.

—Él —susurré mareada.

Tina era una persona detallista, y en un impulso se contuvo de cualquier sermón propietario de su interior. Ahora, solo callaba pero sin llegar a atemorizarme. No era como si jamás hubiese tenido que lidiar con la atracción sentimental, pero eso a los veinticinco años no sonaba para nada auténtico.

—Dímelo todo.

—Pues que no lo sé, Tina —correspondí alterada—. Me... me siento... rara cuando está cerca. Cuando me abraza. Cuando me hace escuchar una de sus canciones nuevas con su sonrisa enfrente esperando que le diga si es tan buena como cree. Incluso, cuando me ofrece agua en uno de esos vasos costosísimos que no conseguiríamos en Target.

— ¿Rara cómo? —insistió, con un toque de felicidad en la voz.

—Quisiera desaparecer —murmuré, cerrando los ojos—. Quisiera que conmigo también desaparecieran todas esas mariposillas en el estómago. Quisiera que desaparecieran sus ojos verdes para no tener que encontrármelos más delante y decirme inconscientemente que son la cosa más preciosa que hubiera presenciado jamás. Quisiera que ya no sonriera de esa forma tan malditamente linda. Quisiera... quisiera no haberlo vuelto a ver. Quisiera que se hubiera quedado en esos recuerdos vagos que tuve hace siete años. Quisiera que siguiera siendo ese niño déspota que no dejaba de mirarme con superioridad. 

Suspiros en el jardín de la esperanza (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora