Capítulo dieciséis

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"Que me he reconciliado con el cielo y me haces ver estrellas cuando piso nuestro suelo

—Media Tinta, Sofía Ellar."

Mi cuerpo se había quedado tendido en la incertidumbre después de escucharle. Siempre había estado presente ante el dicho de que los borrachos solían decir verdades crudas, salvo porque a veces, esas minuciosas declaraciones cargadas de inconsciencia traspasaban la capa endeble que nos protegía del abismo. Continuamente, esas certezas y exactitudes venían acompañadas de temores escondidos, de luchas silenciosas contra los demonios que acechaban nuestra desdicha.

Nunca había visto a Eduardo tan vulnerable. Sus palabras venían indefensas hacia un arco de preguntas que yo no había sido capaz de responder. Su fragilidad hacía temblar a mis deseos, cómo si ellos estuviesen envueltos dependientemente del entrañable calor de sus sentimientos. Sentí pena, sentí miedo. Sentía y sentía, pero la autonomía no me hacía aceptar que lo estaba empezando a necesitar como una loca, con una profundidad que podría quizás parecerse a la nada misma.

—Esto es lo que yo soy, Azucena —dijo, cerrando los ojos—. Y comprendo y lamento al mismo tiempo que lo que hay detrás de mi espalda tenga mucha más importancia que lo que puedo ofrecerte, pero no sigas actuando como una insolente.

—Tienes diez litros de alcohol en el cuerpo —titubeé—. No sabes lo que estás diciendo.

Se reincorporó rápidamente y empezó a desnudar mis pensamientos con la sutileza de su silencio. Empezó colgándose de mi miedo y acabó queriendo descoserlo a pedacitos, poco a poco, como el que se sabe a memoria las manías y vaga en la sensibilidad de las heridas.

—Sé exactamente lo que estoy diciendo —arrastró las palabras con seguridad—. El alcohol puede que haga de mí una persona más desinhibida, pero no me hace cambiar de parecer una y otra vez.

Agarró una botella de agua del pequeño refrigerador que se encontraba al lado de la cama, abriéndola con precisión. La cabeza me dolía bastante. Un dolor punzante llegaba al centro de mi frente y se establecía de manera permanente, mareándome.

—Hay muchas cosas sobre mi vida que no entenderías, Eduardo —admití—. Hay muchas de esas cosas que yo, con el tiempo, tampoco he logrado comprender.

—No pretendo hacer que las comprendas —dijo después—. Lo único que quiero es que seas sincera conmigo. Quiero que seas honesta contigo misma.

Subí la mirada y sonreí a duras penas, porque la versión más bonita que podía dejar notar era esa en la que se preocupaba por la gente que quería. Melancólica e irrealmente, era esa absorta personalidad fuera de su propio mundo, de sus propias inquietudes, las que lo llevaban a contemplarse como un ser humano normal, aquel que siempre había querido ser.

—Hace cuatro años conocí a un chico llamado Gabriel —relaté, esnifando—. Estaba terminando la universidad, mi mundo acababa de catapultarse hacia las cosas que había soñado desde que era una niña. Su aparición había sido como una libertad mordaz, llena de irracionalidad y coordenadas de mentira. Nuestra relación era como recordar alguna necesidad que había olvidado, y que después volvía amordazándome la cordura.

—Para serte honesto, eso suena bastante terrorífico.

—No era terrorífico, al menos no aún —continué, trayendo al presente todos los rincones empolvados del pasado—. Estuvimos juntos durante un año. Me convertí en una persona anejada al mundo exterior. Soñaba, respiraba, y vivía sin más opciones que su compañía. No era detallista, pero siempre tenía algo qué decir. Sin importar que fuese algo bueno o malo, lo decía.

Suspiros en el jardín de la esperanza (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora