Capítulo cuatro

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"Diles que era feliz y que mi corazón está roto.

Impossible, James Arthur."

—Te puse en el más alto pedestal de este edificio, Azucena —vociferó enojado, mirándome—... ¿Y lo que gano es que lo ayudes a escapar? ¡Se fue a Las Vegas, madre mía! ¡Las Vegas!

Me callé, escuchándolo despotricar cuánta grosería se le viniera a la cabeza. No me sentía culpable en lo absoluto, pero tampoco ayudaba demasiado el que no me dejara intervenir y defender mi posición.

—Pero...

— ¡Pero nada! —Me señaló, desviando la vista luego hasta Fabián—. ¡Tú también eres culpable por dejarlos solos! ¡Todos tienen la culpa!

Se posó a mi lado, negando lentamente.

Después de haber pasado más de dos horas del día anterior escuchando llorar a Susi, me había convencido de que había sido una mala idea no esperar cinco minutos a que el ascensor volviera a mi piso y dejase en libertad al adulto inmaduro que ahora me había metido en un problemón.

—No lo ayudamos a escapar —insistí con fastidio y a la vez con una actitud altanera—. Estás desconfiando de mí aun cuando ni siquiera te esfuerzas por saber mi versión. Esto es una completa mierda. No voy a dejar que me traten de ese modo. Esto es todo.

El hombre abrió los ojos con fuerza, sintiendo que otro peso más se sumaba en su espalda. Fabián negó, tomándose el cabello entre los dedos. Leila solo miraba con preocupación, dándose cuenta de lo terrible que todo estaba resultando.

—Creo que todos debemos tomarnos un respiro —concluyó ella, con un aire de nervios.

No sabía qué era lo que realmente estaba haciendo, pero para el momento, dejó de importarme de la misma forma que antes.

—Tiene razón —espetó Fabián, con desgano—. Azucena no está sintiendo lo que dice, y tú... Brandon, tú estás precipitándote. El muchacho es un veinteañero, se ha querido ir de fiesta con sus amigos. Ninguno de nosotros sabe los problemas que pueda estar atravesando. Tú más que nadie sabe lo que es estar sumergido en esta industria. Solo quiere tener una juventud. Se esfuerza por intentar vivir la vida, aun cuando la tiene a sus pies. No podemos cuestionarlo. Son sus decisiones.

Tomé mis cosas, quedándome en el umbral de la puerta y suspirando. Había perdido mi empleo. Había acabado con el poco comienzo del sueño que tenía; y sin embargo, no me sentía arrepentida. No sentía miedo de volver a un lugar como Millies, y muy poco también me importaba el hecho de que Adela quisiese quedarse con mi rating.

Cogí mi pequeña bolsa y abandoné la imagen dolorosa que podía resumir con facilidad mi último año laboral. En Casttle había sido la mejor versión profesional de mí misma, y había aprendido a no subestimarme. Después de todo lo que había cosechado el pasado, llegué a convencerme de que mi vida estaba tomando un rumbo sin precedentes. Ahí me estaba convirtiendo en lo que siempre aspiré.

Me senté en el banco del pequeño parque cercano al edificio y miré hacia la grama verdosa. Me deshice de los zapatos y sentí un escalofrío al sentir el contacto directo con el suelo. Mi mamá solía decirme siempre que yo era una persona explosiva y llena de disputas que escondía por temor a lo correcto. Ahora, no podía estar más de acuerdo.

— ¿Qué haces aquí? —preguntó una voz conocida.

Eduardo no era tan mala persona como lo recordaba, pero en una pequeñita parte de su interior todavía se escondía detrás de la semejante faceta irritante y rebelde que quizás le avergonzaría enseñarle a sus fans. Sus enormes lentes de sol me impedían detallar su mirada arrepentida y su suéter no dejaba pistas que pudiesen revelar que estuviera frente a mí, en un parque, a plena luz del día.

Suspiros en el jardín de la esperanza (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora