Capítulo ocho

48 12 1
                                    


"Me devolviste la ilusión, la emoción de vivir, de volver a soñar despierto y sentir que puedo tocar el cielo si estás aquí.

Gracias a ti, Carlos Rivera."

La brisa que emanaba en la época de primavera era indescriptible. Me recargué sobre la pared de mi habitación al notar las tres maletas desordenadas encima de la cama. Tina se había esforzado por emocionarme con el tema, pero la realidad era muy diferente. La gira estaba a punto de empezar y los medios de comunicación estaban atentos a cualquier movimiento en falso que Eduardo pudiese dar.

—Mira, Filipinas es un paraíso —volteó el aparato, mostrándome una foto—. He averiguado tanto sobre el hotel en el que vas a hospedarte. Y a decir verdad, yo no lo puedo creer.

—Si sigues hablando del viaje, voy a acabar por rechazarlo a las veinticuatro horas.

—Estás exagerando, Ceni —rodó los ojos—. Solo tienes que disfrutarlo. Capaz conoces al amor de tu vida en Japón.

—O capaz voy a tenerlo a mi lado durante diez meses, y tendré que fingir que no me interesa en lo absoluto.

—Yo que tú se lo diría —se encogió de hombros, sabiendo que no era ni siquiera una opción para considerar—. Cuando has perdido tanto, ya las pérdidas son más parecidas a errores por los que te arriesgas con la seguridad de que ya no tendrás dudas.

—No es una consideración —respondí con horror—. No podría si quiera estar frente a él a punto de escucharle rechazarme con su típico humor. Preferiría tener que volver a sacarme las cordales, y eso sí que dolió bastante.

— ¿Cómo sabes que va a rechazarte? —preguntó, con una pose de intermitencia. Ida, y probablemente fastidiada.

—No soy su tipo de chica —me encogí de hombros, porque era verdad. Las chicas con las que Eduardo había salido la mayor parte de su vida eran esbeltas, altas y no usaban unos viejos leggins con camisetas rotas.

—Eso es estúpido, y lo sabes —recitó, haciendo un extraño movimiento con la boca—. No puedes saber lo que él siente. Puede que te creas la suma sabelotodo de los asuntos del amor porque es lo único que lees en las revistas, pero él ya está bastante tragado de ti. ¿Es que acaso no has visto la forma en que te mira?

Pensativa, negué.

—Entonces eres más tonta de lo que pensé.

— ¿Cómo lo hace? —pregunté con curiosidad.

Acomodó su almohada en el espaldar y suspiró. La miré con expectativa porque mi corazón latía muy rápido. Pensar en Eduardo era como dejar de pensar en mí. Lo único que ocupaba mi mente. Su sonrisa. Sus manos. Sus ojos.

—Se muerde el labio cada vez que te tiene muy, muy cerca —enumeró—. Y su ojo derecho tiene un tic.

— ¿Qué estás diciendo? —reí.

—Una vez en un concierto en Vancouver dijo que morderse el labio sería una de las cosas que esperaba que su chica adorase —dijo, con seguridad—. Y siempre tiene ese molesto tic cuando está nervioso. Cuando está cerca de ti.

(...)

La habitación de Eduardo era amplia. Estar ahí era como desaparecer por un pequeño instante del mundo exterior. Solo la televisión, los cuadros, y nosotros. Siempre hablando, contando chistes o en silencio. Porque con él hasta el silencio me parecía la forma más bonita de atracción.

Suspiros en el jardín de la esperanza (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora