Mis ojos se abrieron. Me encontraba revolviéndome en unas sábanas que no eran las mías, en una habitación donde no había estado jamás. Me incorporé despacio en la cama y miré por la ventana que quedaba a mi izquierda, donde pude reconocer un conjunto de árboles altos. Era una noche cálida, silenciosa y triste. El ambiente estaba cargado de una intranquilidad que me revolvía el estómago. El silencio se rompió por un pequeño y fugaz repiqueteo sobre el suelo. Miré el techo y la luz lunar iluminó una gota de agua, amenazando con caer de nuevo. La gotera parecía querer quebrar la paz inalcanzable que estaba persiguiendo. Todavía no me había planteado cómo había llegado hasta allí cuando un nombre empezó a ganar fuerza en mi cabeza.
—¡Olivia! —exclamé, buscándola entre la oscuridad casi total de la habitación, atenuada únicamente por la luz de la luna.
Me puse en pie de golpe, mirando hacia la puerta de madera que había frente a la cama, debatiéndome entre cruzarla o no. La incertidumbre de lo que pudiera haber al otro lado se instalaba en mi estómago como un monstruo y crecía hasta hacerse insoportable. Sin pensarlo ni un instante más me abalancé sobre la puerta y la abrí. Frente a mí encontré una modesta sala de estar iluminada por una vela, que descansaba sobre una mesita de madera. A través de la ventana que había tras esta pude ver una figura sentada en una mecedora. La llama brillante de la vela apenas iluminaba un rostro arrugado tras el vidrio, que clavaba sus profundos ojos negros en mí. Me acerqué temeroso hasta la puerta, dispuesto a cruzarla y colocarme junto a la persona que se mecía pausadamente. Quería preguntarle por Olivia. Finalmente me armé de valor y crucé al exterior, donde el bosque se extendía eterno ante mí. Pensé que debía ser un bosque enorme. Miré al cielo: la imponente luna y la noche estrellada que sosegaba mi alma. De pronto, como si se tratasen de estrellas fugaces, todas las luces del cielo se alejaron de mí hasta quedarse un cielo oscuro y vacío, presidido únicamente por el astro de color marfil.
—¿Por qué se van? —pregunté a la figura de la mecedora, a la que desde tan poca distancia había identificado como una anciana.
—Las estrellas huyen de la desgracia.
Un nudo se instaló en mi garganta. Me esforzaba en hablar pero de mi boca no emanaba sonido alguno. Miré al cielo nuevamente.
—¿Dónde está Olivia? —logré articular.
La mujer sonrió enigmática, todavía mirando al interior de la casa a través de la ventana.
—¿Dónde estoy? —probé cambiando de pregunta.
—Fronteramarga —respondió ella con voz dulce y pausada.
—¿Eso dónde está? —me interesé yo.
—Dicen que en México. Pero entre tú y yo... este lugar no está en ninguna parte. Existe para todos y para nadie a la vez.
Mi corazón latía con intensidad. Sentía el miedo recorriendo mi cuerpo. Mantuve la compostura.
—¿Dónde puedo encontrar a Olivia? —insistí.
—¡Ay! —se lamentó en un quejido—. Nudos de garganta; música para los amantes sin esperanza —recitó ella.
Suspiré mientras un mal augurio se instalaba en lo más profundo de mi ser.
—¡Responde! —demandé, cada vez más alterado.
—No tengas prisa. Tarde o temprano os veréis al otro lado del muro.
Tragué saliva.
—¿Qué hay al otro lado del muro? —pregunté.
La mujer torció su cuello despacio, clavando sus penetrantes ojos en mi rostro.
—La muerte.
De pronto escuché un llanto a mis espaldas. Una mujer que hasta entonces no estaba ahí lloraba a los pies de un árbol. Y, sin darme cuenta, yo también había empezado a convertirme en uno, justo cuando Olivia salía de la casa. Mientras ella lloraba ante mi cuerpo convertido en árbol, yo entendí la naturaleza de aquel bosque.
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Leyendas de la frontera
HorrorEn el corazón de la Sierra Madre Occidental, en México, yace una ciudad oculta a los ojos de la Humanidad. Esta extraña población, Fronteramarga, atesora multitud de secretos por desentrañar. Varios personajes convergen en estos relatos. Unos trata...