La leyenda del rayo de sol

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El rubio empezaba a impacientarse. Odiaba las esperas. Miró el reloj por enésima vez: eran las nueve de la noche. Se acomodó en la silla mientras miraba a la pelirroja que tenía delante. Paseó sus ojos azules por los verdes de ella, intentando adivinar cómo fue su llegada a Fronteramarga. La pelirroja bajó la mirada, avergonzada, mientras sus labios dibujaban una sonrisa. El rubio se sumió en sus pensamientos. Regina, la niña que conoció cuando despertó un día sin más en Fronteramarga, sin recordar su vida pasada, le había advertido que aquella cena era peligrosa. No podría abrir la boca en ningún momento, ni podría probar bocado de los manjares que habían. Solamente así podría llegar con vida a la medianoche, el momento en el que según ella se filtraba el único rayo de sol que bañaba aquellas tierras. Miró de reojo al hombre con sombrero que tenía a su izquierda.

Este tenía la mirada perdida en uno de los candelabros que había en la mesa, mientras pensaba en la importacia de no probar bocado del estofado que tenía delante. El hombre del sombrero alzó la mirada, saliendo de su evasión, y sus ojos marrón chocolate acabaron en los avellana de la morena que tenía en frente. Se fijó en su expresión. Parecía tener un desierto en los ojos, estaban completamente secos. Sin embargo, daba la sensación de que quería romper a llorar. Miró el gran reloj de pared que había sobre la chimenea, tras las cabezas de ambas mujeres. Marcaba las diez. Su único amigo en Fronteramarga, Antonio, le había avisado de que el tiempo en la mansión transcurría de forma distinta para cada persona, como si se tratase de un reloj de arena cuyo interior se disipaba, dejándolo vacío y siendo moldeado por una fuerza desconocida.

La morena movía la pierna, nerviosa. En efecto, quería romper a llorar, pero ya no le quedaban lágrimas por derramar. Ahora, que su reloj de bolsillo marcaba las once, sabía mejor que ninguno lo que estaba a punto de suceder. La noche anterior había tenido la suerte de que su reloj marcase las doce primero, pero ahora sospechaba que otro invitado se adelantaría. Y ella se negaba a convertirse en el estofado para los próximos invitados. Se negaba a que el cosechador viniese y se llevase la nueva materia prima a cocinas. Entonces se asomó por el ventanal el potente rayo de sol, la razón por la que estaba allí. La pelirroja, cuyo reloj había dado las doce, sonrió mientras la luz bañaba su piel.

El cosechador entró, dispuesto a llevarse a los perdedores.

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