I - El blues de Tokio

17 0 0
                                    

Aunque el sueño me invadía, no tenía ganas de dormir. Quería detenerte esa sensación tan repelente que ahora era uno conmigo mismo. Llamé a muchos amigos, incluso a personas que antes no habría considerado amigos, pero ninguno estaba disponible.  Y cuando pensé en seguir llamando, me di cuenta de que tampoco tendría nada que contarles. Volví a tomarme otra cerveza por la mañana. Ese mismo día dije que empezaría con algún hobby, algo que llenara mi tiempo libre.

Indagué un poco por internet  y descubrí que una librería tenía una especie de círculo de lectores. Cada mes recomendaban un libro y treinta días después, lo comentaban en la tienda. Al fin de esa reunión, escogían de forma democrática el libro siguiente.

Me di cuenta que las horas pasaban de forma diferente cuando estabas solo. Aunque me distraje un poco con mi objetivo, mientras estaba terminando de prepararme para salir, me miré al espejo y me percaté de que iba a salir completamente solo. Y que no podría hablar con nadie en el bus porque no tenía redes sociales. Se me quitaron las ganas de salir, pero recordando el abatimiento que me había invadido por la mañana, hice acopio de ganas y salí dando un portazo, dejando clara que mi decisión no tenía vuelta atrás.

El trayecto fue mustio. Pensé en hablar con alguien, pero todo el mundo llevaba auriculares. Sólo los octogenarios charlaban con el conductor. Incluso algunas mujeres de sesenta años utilizaban el Smartphone. Me sentí solo en medio de un lugar de personas solas. Pero yo me daba cuenta de que estaba solo y ellos no.

Tras pasar ese viaje casi insufrible, donde conté si había más coches rojos o amarillos por la calle, me apeé cerca de la librería. A mis lados se repetía la misma escena. Como empezaba a chispear, mucha gente llevaba ya el paraguas abierto, utilizaban el paraguas con la mano izquierda y el Smartphone con la derecha. Una señora se llevó el premio al mejor malabarista intercalando el Smartphone con el cigarro que a veces dejaba un rato en los labios.  Incluso en la calle, navegando con rumbo fijo entre el tumulto de la gente, me sentía como un buque abandonado, a la deriva, en absoluta soledad.

Encontré la librería justo antes de que empezara a llover con fuerza. Su situación era cuanto menos cómica. Y lo digo en serio. En mitad de la ciudad, en plena urbe, esa librería de aspecto antiguo parecía encajada con cincel entre los edificios tecnológicos. Tenía contraventanas de madera para proteger los escaparates, y un gran portón doble de madera de pino (que solo estaba abierto por un lado) era el lugar de entrada. Me aventuré dentro sin dudar.

Mi primera impresión fue, cuanto menos, extraña. Era un almacén de libros de todo tipo. Las paredes estaban forradas de estanterías que desde el suelo hasta el techo (creo que si el techo no las detuviera, seguirían hasta el cielo) guardaban con recelo una cantidad innumerable de títulos. Y delante de ellas había cajas, también repletas de libros. El librero me sonrió. Su mayor hito en lo que a modernidad se refiere era un reloj digital al fondo, en la pared. Ni siquiera poseía caja registradora. Me pregunto cómo demonios harían inventario. ¿Contarían todos esos libros?

El librero, un tipo no muy alto, de aspecto rollizo y con cara afable, me preguntó que quería. 

-Oh, hola. He venido por lo del club de lectura, hace tiempo que leo, pero me gustaría dedicarme más a este hobby.

El librero siguió igual de afable aunque parecía que no me había tomado muy en serio. De hecho, si no me hubiera pillado por sorpresa, el siguiente comentario me había molestado.

-¿Y qué le gusta a usted leer, cosas como “Juego de Tronos”? Ya le aviso que aquí no seguimos las modas. Leemos cosas muy distintas.

Como dije, no me molestó porque me pilló de sorpresa, en otro caso, me habría ido con la cabeza alta.

-Pues no, hace poco empecé a leer diferentes obras. Leí a Philip K. y a Orwell por curiosidad. Y por placer leí “El gran Gatsby”, de Fitzgerald.

De repente la cara del librero se volvió mucho más afable. Tanto, que parecía que antes hubiera estado enfadado.

-Lamento haberle atacado de tal forma, pero como comprenderá, es ya una rutina constante el hecho de que venga gente que adora leer y solo lee best-sellers. Al principio nos daba igual, pero los últimos integrantes se quejaban de que nuestros libros estaban obsoletos y que no sabíamos en qué consistía la lectura.

Reflexioné un momento. ¿Cómo puede estar un libro obsoleto? El gran Gatsby tenía casi un siglo, y aun así yo me identificaba con el protagonista a veces. ¿Puede un libro así quedarse obsoleto? ¿Existe el tiempo para un libro así?

Tras mi duda, inquirí.

-¿Qué libro hay que leer este mes y donde se debaten los libros?

El afable librero hilvanó una idea, y sonrió.

-Este mes toca este, y tengo la sensación de que le va a gustar.

Me tendió un ejemplar en edición de bolsillo. “Tokio Blues”, de Haruki Murakami.

No intenté leer la contraportada. Abrí el libro, hojeé la primera página. Y cuando quise darme cuenta había acabado el primer capítulo.

-Me lo llevo. – Mi voz fue seria, tenía ganas de seguir leyendo.

-Déjame tus datos y te daré una pequeña tarjeta provisional. La reunión se celebra en la trastienda. Como tengo todos los libros aquí, la habitación de almacén la utilizo como sala de reuniones. Este año va de lectura japonesa, de nuevo, espero que te guste.

Le di mis datos y pagué con un billete de diez euros. Me sorprendió ver al librero sacando un pesado libro de finanzas y escribiendo la venta a mano. Me tendió un recibo hecho a máquina de escribir (lo sé por el espaciado entre las letras, yo también tenía una), con el título del libro escrito a bolígrafo y la fecha también.

Aquel hombre me hacía pensar en que yo encendiendo el ordenador todos los días, venía de un futuro muy lejano para él. Me sentí extrañamente cómodo en esa librería del siglo pasado.

En el tiempo que estuvimos charlando, la lluvia amainó y salí disparado hacia la parada del autobús. Quería seguir leyendo. El libro no me duró ni una semana. A pesar de que intentaba priorizar mis obligaciones y de que yo mismo frenaba mi ritmo, todas las noches devoraba sus páginas atrapado por una magia indescriptible. Siempre quería seguir leyendo.

Cuando me di cuenta. Entre mi dedo índice y pulgar de la mano izquierda, tenía sujeta la última página del libro. Me invadió ese desasosiego que acompaña al final de las cosas que te gustan, pero no dejé que me embriagara. Lo releí. Lo releí varias veces. Releí también “El gran Gatsby” como hacía el protagonista, y entendí por qué mi mención por la obra, había hecho sonreír al librero.

Kind of BluesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora