V - Julia

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Una noche de Mayo. Tras muchos meses de trabajo, una idea de novela esbozada y desglosada, la misma noche en la que había quedado con Marta y había recibido un relato de Julia, ese día, volvió la misma sensación de opresión.

Esta vez, creía saber qué hacer. Me levanté, abrí una lata de cerveza y puse jazz a medio volumen. No quería formar un escándalo. Escribí una carta para Julia. Y le dije que necesitaba verla. Se lo dije con toda la naturalidad del mundo. Como si mis deseos fuesen voluntad por el simple hecho de que los dos fuésemos escritores.

Al terminar, se puso a llover. Pensé en llamar a Marta, pero quizás estuviera con su nuevo novio y no me gustaría molestarla.

Esa fue la noche donde volví a sentir soledad. Donde la agonía se apoderó de mí por un plazo de tiempo, casi ilícito y donde dudé de todo lo que representaba mi vida. Al día siguiente, la sensación no se apiadó de mí. Ni ir al club de lectura, ni hablar con Marta pudieron paliar mi desasosiego. Incluso me descentré en el trabajo. Esos días no escribí ni una palabra. Solo bebía cerveza y oía jazz.

La respuesta de Julia llegó antes de que acabara la semana. Me dijo que le era imposible salir. Pero que podía ir a su casa cuando quisiera. Que ella, desde que empezó con el proyecto de escritora había empezado a vivir sola, todo el mundo sabía que le hacía mucha ilusión y sus padres estaban decididos a apoyarla en todo lo posible.

Mandé una carta urgente, y le dije que iría la semana siguiente. Esos días tenía la sensación de que el vacío en mi interior había crecido. Y temía que acabara devorándome.

Preparé mi equipaje, cogí un par de mapas y me las apañé para que en la estación de autobuses me ayudaran a establecer el viaje. Todo lo hice en el primer día. Los seis días restantes, no hice nada. Excepto el último. Ese día llamé al trabajo para pedir vacaciones, a Marta para decirle que la echaría de menos, y al librero para decirle que no estaría en la reunión de ese mes.

El viaje no fue preocupante ni tedioso. Era la primera vez que viajaba por carreteras como aquellas y eso realmente me fascinaba. Lugares pintorescos en sitios recónditos que no estaban más alla de dos o tres horas a pie de mi hogar. Julia, vivía, realmente en un terreno difícil. Tuve que apearme en otra estación para coger el bus que llevaba cerca de su parada. El chófer me indicó que a donde me dirigía se llegaba por un camino visible en la última parada. Cuando llegó el fin del recorrido, me despedí del chófer con la mano y emprendí el ascenso por un camino que no deberían ni usar treinta personas al día. A la izquierda se podía ver el mar. El mar más azul del mundo. Julia debía tener unas vistas preciosas mientras escribía.

Su casa era exactamente como ella había descrito. Aunque había casas del mismo color, con el mismo estilo de tejas y la misma construcción, yo sabía cuál era la suya gracias a su manía de hacer hincapié en los detalles.

Cuando estuve delante de la puerta, pensé en darme media vuelta, marcharme y pensar que no había pasado nada, estaba nervioso. Pero tampoco lo suficientemente nervioso como para olvidarme de la sensación de soledad. Inspiré con fuerza, golpeé el suelo con el pie, y toqué en la puerta.

Julia me abrió casi al instante. Tenía los ojos más verdes que he visto en mi vida. El pelo más rubio que he visto en mi vida. La piel más blanca que he visto en mi vida. Y la sonrisa más bonita que he visto en mi vida.

Creo que mirarla fijamente le dolió, porque se creyó que para mí representaba algo la silla de ruedas sobre la que estaba sentada. Yo no lo sabía de antemano, pero tampoco sabía que era tan bonita y esto último me impresionó más que lo primero.

Para romper el hielo, le pregunté:

-¿Es usted la chica de la caligrafía bonita?

Ella sonrió.

-¿Es usted el chico que escribe más cartas de las que puede pensar?

Y eso era cierto, a veces, le mandaba todas las cartas que había escrito para ella. Le decía que las había escrito en un impulso y las metía de añadido en el sobre.

Me invitó a pasar y me enseñó mi habitación. Dejé todas las cosas ahí. Y volví a pecar. A día de hoy aún me acuerdo a veces y me siento mal, pero no pude evitar mirarla fijamente. Era la mujer más bonita que jamás había visto.

Y ella seguía obsesionada con que yo miraba su silla de ruedas.

-¿Quieres saber por qué no puedo andar? – Lo dijo con una voz ronca, seca. Como si el dolor se hubiese convertido en una piedra inquebrantable para su corazón.

-Realmente me da igual. – Y lo decía en serio. Yo solo estaba mirando a una chica bonita.

Pero Julia ya había empezado a hablar.

-Nadie lo sabe. No tengo ningún defecto físico. De hecho, mis piernas a pesar de no ejercitarse, están en muy buena forma. Un día me desperté y no podía mover las piernas. Me llevaron a urgencias. Nadie encontró nada. Surgió el tema de la psicología. Yo no tenía ningún problema grave ni pasaba por una situación difícil. Acababa de terminar la carrera, tenía veintidós años y la vida me sonreía.

Me fijé en las piernas de Julia, y deseé no haberlo hecho. Eran realmente bonitas. Una pequeña sensación de lujuria me invadió y eso me hice avergonzarme de mí mismo.

Ella continuó.

-Sin embargo, desde ese momento, no he podido levantarme de esta silla. Ninguna de mis dos piernas me hace caso. No siento dolor, pero no están muertas. Simplemente, no me hacen caso. Me mudé aquí con la esperanza de que el mar y la tranquilidad pudieran arreglar lo que estuviera roto dentro de mí. Pero por ahora, sigo en una maldita silla de ruedas.

-Vaya, lo siento muchísimo. – El tono de Julia, su voz temblorosa, la cantidad de emociones que transmitían sus fonemas al decirme esto en esta situación, atacaron mi sensación de soledad.

-Más lo siento yo, tendría que habértelo dicho.

-Podrías haberme avisado también de lo guapa que eras, eso sí que habría estado bien.

Se sonrojó y la conversación se suavizó.

Me enseñó lo que más me llenaba de curiosidad, el estudio. El estudio de Julia era, a todas luces, impresionante. Estaba situado en un saliente de la casa, y tenía tres inmensos ventanales, uno en cada pared. Desde los tres podías ver al menos, una porción del mar. En el centro, sobre una alfombra, un escritorio de ébano hecho a medida. Sobre éste, para respetar la simetría: A la derecha, varias cuartillas de folio en blanco. A la izquierda, varias escritas. Entre ellas, varias plumas estilográficas, juraría que algunas de oro.

Y en un cajón de esa mesa estaban mis cartas.

Julia no escribía con música. Utilizaba el sonido del mar. Según ella, no había nada más puro.

            Abrí un poco uno de los ventanales y a pesar de la diferencia de altura, podía sentir la brisa marina y el rumiar de las olas en la orilla. Aquel lugar podría haber sido parte del paraíso.

            En la cena, me lo preguntó.

            -¿Por qué necesitabas tanto verme?

            Sin despegar los ojos del plato, se lo dije. Tenía la sensación de que ella podría entenderlo.

            -Por la soledad.

            -¿La soledad?

            -Sí. Una noche, me embargó una sensación de opresión en el pecho. Esa misma noche dejé de usar internet. Me aislé del mundo. Me apunté al club de lectura y conocí a tu prima. Recuperé el contacto con una vieja amiga, y esa sensación se evaporó. Pero hace poco volvió. Y esta vez creía que tú eras la respuesta.

            -¿Te sientes solo ahora mismo?

            -No, la verdad es que desde que empezaste a hablar, no me he sentido solo. Gracias por invitarme.

            Una semana más tarde, fue el cumpleaños de Julia. Ella y yo dormimos juntos por primera vez esa noche.

            Yo, a partir de esa noche, volví a escribir. Y empecé a elaborar mi manuscrito para el concurso.

Kind of BluesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora