Capítulo 2. Conexión

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Habían pasado dos semanas desde que a Charlotte se le había ocurrido la maravillosa idea de presentarse en la sede de los Toros Negros para, según ella, hacer el ridículo estrepitosamente.

Recordaba absolutamente todo lo que había hecho: había ido sin pensárselo siquiera a ver a Yami en cuanto se enteró de que había regresado, le había exigido al chico que la había recibido ver a su capitán y, una vez dentro del cuarto del hombre, había llorado en sus brazos y, no estando contenta con eso, lo había besado. En los labios. Y él la había correspondido.

Cuando se separaron, después de unir sus bocas en repetidas ocasiones, sedientos el uno del otro, a Charlotte le había entrado un pánico desorbitado y había huido despavoridamente ante la mirada confundida de Yami, quien vio conveniente no insistirle en ese momento.

Desde ese día, lo había evitado a toda costa porque no podía ni mirarlo a la cara de la vergüenza que sentía por su comportamiento. ¿Qué había hecho? Su muro de frialdad infranqueable, ese que tanto le había costado edificar durante años, se había derrumbado hasta los cimientos y sabía que, si sentía la mirada oscura e intimidante de Yami sobre sus ojos azules, no sería capaz de reaccionar con propiedad.

Además, estaba también aquello que había sentido estando en su habitación. Cuando se separaron la primera vez para tomar aire, la vista se le fue involuntariamente hacia la cama y se puso a pensar en que le encantaría estar allí, que Yami la desnudara, la besara en muchos más sitios que no fueran solo sus labios y sentirlo encima, debajo, en su interior. Se moría de los nervios y la vergüenza al solo pensarlo. En cierto modo, ese fue uno de los grandes motivos por los que se marchó. Sabía que, si permanecía allí, acabaría enredada entre las sábanas de Yami y no se veía preparada para eso aún.

Era una contradicción en sí misma. Después de diez años deseando con todas sus fuerzas que Yami se acercara a ella, en el momento de la verdad, había vuelto a huir. Y no era la primera vez que le sucedía, pues recordaba bien aquella ocasión en la que el hombre de cabello oscuro fue a visitarla para saber cómo se encontraba después de su posesión en la guerra contra los elfos. Había salido corriendo de su habitación, completamente asustada, porque creía que Yami había descubierto sus sentimientos.

Luego, cuando confesó a todo su escuadrón que amaba a un hombre, que ese hombre era Yami Sukehiro y él se presentó allí, estaba dispuesta a contárselo todo. Sin embargo, de nuevo fue cobarde, no llegó a decírselo y se sorprendió mucho porque él pensaba que el sentimiento que ella le profesaba era animadversión.

Y ahora le pasaba esto. ¿Se podía ser más patética?

Por eso, cada vez que sabía que él iba a estar en algún sitio, ella no iba. Cuando lo veía a lo lejos en algún acontecimiento o simplemente paseando por una calle cualquiera del reino, lo evitaba, se iba sin mirar atrás.

En realidad, le daba miedo que se mofara de su comportamiento, que jugara con ella o que no la tomara en serio, sin saber que el hombre de cabello oscuro no podía parar de pensar en que tenían una conversación pendiente.

Mirándose al espejo, se colocó el casco. Estaba lista para salir de la sede. Necesitaba hacer una ruta de reconocimiento por una parte concreta de la ciudad, nada realmente serio, pues en los últimos tiempos todo estaba bastante tranquilo, pero aquel era su deber como Capitana de las Rosas Azules.

–Nee-san, ¿estás lista? –escuchó la voz de Sol atravesando la puerta.

Suspiró, se reajustó un poco la armadura e introdujo algunos mechones sueltos en su moño.

–Sí, vámonos, Sol –dijo mientras salía por la puerta de su habitación–. Y te he dicho mil veces que me debes llamar capitana.

–¡Sí, nee-san!

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