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Arrojaron al niño a un profundo pozo y, mientras caía agitando sus extremidades, fue engullido por las sombras.

Helen Masterson se despertó de la pesadilla.

 Todo lo que había a su alcance era un borrón de sombras. ¿Dónde estaba? ¿Acaso seguía soñando?

La oscuridad la hizo agudizar sus sentidos.

 Notó su nuca dolorida, el sabor a sangre en el paladar y, para colmo, parecía que un ejército de hormigas desfilaba por dentro de su cuerpo. El fuerte dolor de cabeza le vino de repente cuando intentó levantarse, su cuerpo no respondía. Helen estaba atada sobre una mesa.

Sus brazos, a ambos lados del cuerpo, permanecían inmovilizados por fuertes pretinas sobre el mueble de madera. Un leve crujir de las tablas dejaba claro que no conseguiría partirlas por mucho que se esforzara. Las piernas, el vientre y su cabeza permanecían compactos, atados por el mismo tipo de correajes. Era un insecto atrapado en una telaraña, esperando que se lo coman. Pero aquello no era parte de la pesadilla, el dolor era real, no había ninguna duda.

Pasó una eternidad, cansada e impotente intentó ordenar sus pensamientos que se mantenían dispersos por el miedo.

¿Quién la había atado? ¿Por qué no recordaba nada?

La última imagen que retenía en su memoria era el paisaje desvencijado de la iglesia de San Isidro. El abandonado edificio mantenía parte de sus muros y sus arcos, los cuales dejaban entrar la luz del atardecer iluminándolo por dentro.

Helen recordó haber llegado acompañada por el hijo de sus nuevos vecinos, Marcus Chen. El señor y la señora Chen siempre andaban de viaje a Tokio, de aquí para allá, y el joven adolescente la seguía como un perrito faldero.

 Marcus era el chico nuevo del pueblo, taciturno, sin amigos y sus rasgos japoneses tampoco le abrían las puertas en aquel pueblo lleno de prejuicios. En realidad, Helen consentía su compañía porque le recordaba a su adolescencia, era como verse dentro de esos ojos rasgados de mirada tímida. Ella le entendía. Solo necesitaba una oportunidad y aquel joven llegaría a donde se propusiera.

Eso mismo le había pasado a Helen, hacía tan solo unos meses que había conseguido el trabajo como ayudante en el Museo de Historia, en Ichabod Creek. Lo había apostado todo por su sueño, tuvo que dejar a su familia, su triste vida aislada del mundo e irse a vivir a aquel pueblo recóndito de Dakota del sur. Ella tampoco conocía a nadie en Ichabod Creek y se sentía como un bicho raro. Dios los cría, y ellos se juntan, pensó Helen.

Ella le había pedido a su vecino que la acompañara hasta la iglesia. Tuvo que contarle las extrañas pesadillas que la atormentaban desde que vivía allí. Nadie podría comprenderla, solo un adolescente como Marcus podría.

Helen recordó haber bajado del coche al llegar a las ruinas, pidió a Marcus que la esperara allí y cruzó la entrada de San Isidro con paso decidido. Luego… luego todo era oscuridad. Un mar de tinieblas y un fuerte dolor de cabeza.

Ahora se encontraba prisionera en alguna parte, indefensa.

 De repente algo subió sobre sus piernas. Caminaba pesado, posando una pata y luego la otra. Los suaves pasos sorteaban las correas apoyando todo el peso sobre la parte blanda de la carne. Helen sentía el calor del enorme animal que caminaba sobre su cuerpo, entró en pánico, siguió subiendo hasta llegar a su pecho y allí se quedó acechando.

Desde esa posición, entre la penumbra, Helen pudo atisbar el lustroso pelaje negro del animal. Un gato enorme, tuerto y malcarado, su único ojo color limonada la miraba con curiosidad.

Luego la espalda del animal se arqueó formando la figura de una herradura aserrada, sus garras se afianzaron sobre la carne y exhaló un fuerte bufido que salpicó de terror el rostro de la mujer.

Por unos interminables segundos, el gato tuerto maullaba sobre ella, torturándola como un demonio, hasta que algo lo distrajo. Sus músculos se relajaron al tiempo que sus orejas ondeaban el aire en todas direcciones.

Permaneció inmóvil, hipnotizado por un punto perdido en la oscuridad. Helen intentó mirar más allá de su campo de visión, pero el ardor de las lágrimas impedía enfocar la imagen. Tras un sobresalto, escuchó abrirse una puerta.

Un hedor a podredumbre entró en la celda, era un olor profundo, descompuesto, un olor a carne muerta. Helen apenas podía contener las arcadas tras la mordaza.

El gato bajó de un salto y se acercó a la puerta, comenzó a ronronear y a lanzar suaves maullidos de bienvenida a la recién llegada.

Cuando por fin se le acercó, Helen reconoció en aquella figura embozada a una de las brujas de su pesadilla. Tenía el rostro torcido y desdibujado, parecía una escultura sin terminar, llena de malformaciones y sin vida. La bruja se acercó más a la mesa. Sus manos se posaron sobre el rostro de la joven y, con un rápido movimiento, consiguió quitar la correa que le tapaba la boca.

Helen aturdida por el insoportable olor, no pudo ofrecer resistencia. De manera pausada, la bruja apoyó sus manos sobre el cuello de la cautiva y la miró fijamente a los ojos. Su boca se abrió, oscura y profunda, y de entre los labios de Helen comenzó a escapársele el aliento vital sin poder remediarlo.

Algo le había abierto una brecha en su interior, la absorbía con fruición, dejándola seca. La escena se iluminaba por el caudal de vida que se le escapa de sus labios, hasta que aquel rostro deforme comenzó a perder consistencia delante de sus ojos. Dos segundos después, la mandíbula de la bruja chasqueó haciendo castañear sus dientes en el aire y se desplomó en el suelo.

—Señorita Masterson, ¿está usted bien?

El rostro de Marcus tomaba el lugar del de la bruja. La joven Helen era ahora una mujer demacrada, de unos cuarenta años. El brillo de la juventud se le había evaporado secando su piel, diez años de vida se le habían esfumado en un instante.

—Marcus Chen —dijo Helen volviendo en sí—, estás aquí. Creí que esto era parte de mi pesadilla.

Marcus sonrió nervioso mientras le desabrochaba las correas que la mantenían presa.

—Tenía usted razón, señorita Masterson, ¡las brujas existen! —Marcus señaló el bulto jorobado que descansaba en el suelo—. Su sueño, lo que me contó sobre el aquelarre de brujas y sobre el niño… Tenemos que avisar a la policía, a la televisión… Todo Ichabod Creek debe saber qué está pasando.

Helen se incorporó entumecida, estiró sus brazos y bajó de la mesa.

—No hay tiempo, Marcus. No sabemos dónde se encuentra el niño, ni a qué nos enfrentamos. Creo que no podemos confiar en nadie. Está claro que esta criatura es parte de una conspiración que extiende sus raíces sobre todo Ichabod Creek.

»En mi pesadilla, un aquelarre de criaturas horrendas sacrificaban a un niño inocente, pero no sé dónde con exactitud. Ayer por fin conseguí que mi jefa, la directora del museo, me dejara estudiar un antiguo manuscrito donde viene información sobre aquelarres en Ichabod Creek. Hacía referencia a la iglesia de San Isidro.

—Ahora mismo estamos en la iglesia, usted misma me trajo aquí en su coche, ¿no lo recuerda?

—Lo último que recuerdo antes de perder la consciencia es que entraba en la iglesia, pero no recuerdo nada más. ¿En qué parte de la iglesia nos encontramos?

—Estamos en uno de los claustros que se mantienen en pie, cerca del patio. Cuando vi que no volvía, la busqué por todas partes, entonces fue cuando vi a ese gato gigantesco, simplemente lo seguí y... ¡Maldita sea! El gato ha desaparecido.

La linterna del muchacho recorrió la habitación sin encontrar rastro del felino. Tan solo el cuerpo inerte de la bruja les aseguraba que lo que acababa de ocurrir no lo habían soñado.

—Señorita Masterson, hoy es la noche de brujas. Como en su sueño.

Las brujas de Ichabod Creek. La raíz podridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora