VIII

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«En las catacumbas de San Isidro moran las brujas. Desde siempre han habitado  las profundidades de Ichabod Creek, pues siempre han existido en la sombra.

Antes de que el hombre blanco llegara al nuevo continente, estos seres diabólicos mantenían tratos con el Demonio. Pero sus poderes solo son efectivos al “final del verano”, en el Samahin, a partir de la media noche.

El acceso a su cubil está en las catacumbas de San Isidro, bajo el campanario, donde los ángeles guardan la muerte…».

Según el diario del doctor Ezequiel Van der Beer, las brujas custodiaban la entrada a una terrible pesadilla. Helen pensó en las últimas palabras del sheriff y su ayudanta. Hablaban de un pacto, del rito… pero también mencionaron a un tal Yggut. Algún tipo de deidad primigenia que aguarda latente bajo las profundidades de Ichabod Creek, este misterio estaba lleno de incógnitas. No había tiempo para esclarecer cada pasaje del diario. El tomo, embutido en un caos de apuntes manuscritos y sin referencia de orden, recapitulaba cientos de páginas quebradizas; algunas de ellas ilegibles o en lengua muerta. El libro en sí era un acertijo entre arenas movedizas.

La antropóloga, sentada en la parte de atrás del coche, buscaba con desesperación alguna clave que desvelara la forma de terminar de una vez por todas con la cadena de crímenes.

El vehículo conducido por el sheriff derrapó sobre la curva. La carretera que serpenteaba hacia las afueras del pueblo los conduciría a las ruinas. Pero algo hizo que aflojara la marcha…

—Mirad eso —dijo Marcus desde el asiento del copiloto—. Creo que llegamos justo a tiempo.

Sobre la colina, al final del camino, la Iglesia proyectaba una aurora fantasmal de luz verde y esmerilada. La primera campanada de la torre levantó el vuelo de los cuervos. La hora de las brujas había llegado.

Ohcumgache volvió a pisar el acelerador poniendo rumbo hacia la iglesia de San Isidro.

Al llegar detuvo el coche frente a la arcada principal.

—Será mejor que nos preparemos, muchacho. ¿Sabes usar un arma?

—Supongo que podría pilotar un F-15 si me dejaran.

Cuando Helen salió del coche, Marcus ya se había colocado un chaleco antibalas y un casco antidisturbios, sobre la cadera llevaba una pistola y entre las manos sujetaba una escopeta de 18 pulgadas con bandas de cartuchos que le cruzaban el pecho.

—Esto no es un videojuego, Marcus. Aquí podemos morir de verdad, esta vez será mejor que no me acompañes.

—Señorita Masterson, no dejaré que esos monstruos hagan daño a mi vecina favorita. La acompañaré al infierno si es preciso. Además, creo que está muy equivocada, esto se parece más a un videojuego que a una conferencia de Historia en el museo. 

Las brujas de Ichabod Creek. La raíz podridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora