IX

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El grupo de héroes se abrió paso entre los escombros del interior de la iglesia. Sobre el suelo, una telaraña de sombras los conducía hasta el campanario. Helen recordó que la última vez que pisó la iglesia acabó siendo prisionera de las brujas, esta vez contaba con la ayuda de un muchacho armado hasta los dientes y un policía capaz de convertirse en lobo. La cosa iba mejorando.

La reja que daba al interior del campanario permanecía abierta. Bajaron por una escalera de caracol hasta las catacumbas, en su interior un amplio pasillo guardaba lápidas a ambos lados. Solo el ruido de sus pasos rompía el silencio sepulcral.

Recorrieron el largo pasillo iluminado por un par de linternas hasta que dieron con un sólido muro que les cortaba el paso. Parecía estar construido con la misma piedra que tapiaban los nichos, con la diferencia de que su superficie no estaba cubierta de polvo y telarañas.

—Tiene que haber una manera de pasar al otro lado —sentenció el sheriff—. Puedo oler el asqueroso aroma de las brujas a través de la pared.

— ¿No pone nada en el libro, señorita Masterson?

—No sé… tal vez —respondió Helen—. Esto no es la última página de los crucigramas donde te vienen ordenadas todas las respuestas. Tal vez podamos derribarlo.

—No, es demasiado grueso, ni siquiera le haríamos mella —dijo el sheriff.

—Estoy segura de que tiene que haber un mecanismo para quitarla de en medio, algún resorte —Helen posó sus manos sobre todos los bloques de piedra que salpicaban la pared—. Buscad por ese lado, no hay tiempo que perder.

Las tumbas estaban cerradas con lápidas de mármol, sobre su superficie cincelada recorrían los nombres de las familias más antiguas de Ichabod Creek. Mientras Helen leía aquella larga lista, creyó escuchar un murmullo del interior.

A ambos lados, un sinfín de escenas bíblicas talladas en piedra rodeaba las tumbas y parecían enroscarse con cada movimiento de la linterna. Acercándose a una de las losas escuchó con claridad aquel susurro, un ruido de huesos secos sobre la roca.

—Marcus —El joven la miró con interrogación mientras su vecina le señalaba las lápidas—, creo que hay algo aquí dentro. Escucha…

¡Blam!

La losa emitió un golpe que abrió una fina grieta sobre la piedra.

¡Blam!

El segundo golpe abrió el nicho desde su interior como una cáscara de huevo.

—¡Atrás! —gritó el sheriff encañonando al cadáver que salía del hueco abierto en la roca.

El fogonazo del arma iluminó el pasillo y esparció los despojos de la criatura en el interior de su tumba.

Segundos después, una siniestra orquesta de huesos golpeaban todas las lápidas abriendo grietas en el mármol y dejando escapar a sus huéspedes.

La escopeta de Marcus abrió un abanico de huesos molidos y cráneos reventados mientras el sheriff disparaba su revólver. Los esqueletos se agruparon en el pasillo desfilando hacia ellos como un bosque de ramas secas movidas por un huracán.

Entre los disparos a bocajarro y los gritos espectrales que rayaban la locura, Helen reconoció una voz. La voz de un hombre- La conocía de algún lugar remoto, tal vez un sueño o una película, tenía una entonación pasada de época… No puede ser, pensó Helen, es la misma voz que escucho en mi mente mientras leo el Imago Maleficarum.

Sí, Ezequiel Van de Beer le susurraba un mensaje desde la memoria:

Mortem… Angeli custodiunt mooortem…

«Los ángeles guardan a la muerte» tradujo la antropóloga en un acto reflejo.

—¿Los ángeles…? —repitió Helen.

Los disparos pararon por un instante. Ambos tiradores se habían quedado sin munición, recargaban el arma sin perder de vista la hueste de muertos que los rodeaba. De repente, un aullido surcó la fila de calaveras. Un esqueleto saltó de entre la turba y se precipitó sobre el muchacho. El cadáver apresó al sorprendido Marcus como lo hiciera un gorila salvaje, usando sus brazos y piernas, y haciéndolo caer.

El arma salió despedida, mientras al fondo, los demás cadáveres comenzaron a acortar distancias.

Marcus rodó por el suelo en un abrazo mortal con su atacante, se mantenía alejado de los mordiscos que le golpeaban el casco y las protecciones. El sheriff se acercó a su lado, apoyó el revólver contra el cráneo del cadáver y apretó el gatillo, dejando el cuerpo decapitado caer sobre el muchacho.  

—¡Los ángeles, los ángeles! —gritó Helen a sus espaldas.

Ambos miraron a la mujer sin saber a qué se refería, un ejército de zombis les acosaba y ella se ponía a gritar palabras incomprensibles como una loca.

Marcus alejó el cuerpo de una patada y recuperó su arma antes de que un par de resucitados intentaran apresarlo de nuevo.

El muchacho, tras recargar el arma a toda velocidad, abrió fuego contra los muertos. El sheriff disparaba con precisión a aquellos que escapaban de los cartuchos de su compañero, pero era imposible acabar con ellos. Habían gastado casi toda la munición y los cadáveres derribados volvían a resucitar, volviendo en pocos minutos a la lucha.

El último de los Ohcumgache sabía que si liberaba a la bestia de nuevo, en un espacio tan reducido, no podría controlarla. Estaban atrapados.

—¡Entrad de una maldita vez! —gritó Helen—. No puedo estar así todo el día.

Las manos de la mujer presionaban el rostro de un querubín esculpido entre las escenas de piedra, el cual se hundía en la superficie de la pared bajo la presión.  Al fondo, el túnel continuaba sin ningún muro a la vista. 

Las brujas de Ichabod Creek. La raíz podridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora