II

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«Bienvenidos a Ichabod Creek» rezaba el cartel a un lado de la carretera. El sol se ocultaba ya tras las Paha Sapa, las Colínas Negras, peinando con sus picos el horizonte. Douglas Ohcumgache tomaba su quinto café del día sentado en el coche policía. A su lado, Jessie, una joven uniformada de pelo corto y american optic, recogía el retrato robot que colgaba de la impresora.

—…un metro setenta de estatura, pelirroja, complexión delgada. Edad, cerca de los cuarenta. Conduce un Ford Mustang color rojo y la última vez que se la vio iba acompañada por un joven de origen asiático. Está armada y es peligrosa. Repito, Helen Masterson…

El sheriff bajó el volumen de la emisora.

—Esta noche esperaba tener que pasarla llevando a vecinos borrachos a sus casas y cerrando fiestas clandestinas, maldita noche de brujas. ¿Por qué se le ocurriría a esa mujer raptar al hijo de los Wells en una noche como está?

—Ya ve, jefe —respondió Jessie revisando la munición de su pistola—, supongo que es cosa de la luna llena. Daré aviso a los muchachos para que controlen las carreteras de acceso, no creo que demos abasto para tanto trabajo…

—Para eso nos pagan.

De Douglas Ohcumgache se decía que podía seguir el rastro de su presa a una milla de distancia. Sus afilados rasgos Cheyenne y su piel cetrina recordaban a los primeros nativos de Dakota del sur. De hecho, él provenía de una de las familias más antiguas de la región. Pero por desgracia, él era el último de su familia con vida. Una raza de hombres capaces de enfrentarse a la muerte por defender un trozo de tierra. 

El Chevrolet salió disparado dejando tras él un vaso de café vacío y una estela de polvo. La sirena de policía abrió paso entre las concurridas calles de Hichabod Creek y el coche se perdió en la Gran Avenida. 

Las brujas de Ichabod Creek. La raíz podridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora